jueves, 22 de mayo de 2008

Viento Divino


El 15 de octubre de 1944 el vicealmirante Masafuni Arima se quitó sus galones y trepó por la cabina de su avión, en una base aérea perdida, cerca de Luzón, Filipinas. Arima era una figura de categoría del ejército imperial, un militar de la vieja escuela, escrupuloso, que desafíaba diariamente el calor de esta parte del mundo llevando el uniforme completo en todo momento; Guerrero esbelto, gentil, de porte distinguido y voz suave, dicen, provenía de una familia de estudiosos de la obra de Confucio, había traducido decenas de libros orientales al inglés, sabía latín y árabe, y tenía tres hijos, seguramente preciosos; Aquella mañana del 15, este hombre que podía pasar por cualquier cosa, menos por estúpido, realizó su particular contribución al arte de la guerra empotrando su avión contra un portaaviones estadounidense... Y, trágicamente, consiguió muy a su pesar el sueño habitual de la mayoría de los mortales... ser los primeros en algo.

¿Qué lleva a un hombre a renunciar voluntariamente a su existencia? Y... sobre todo... ¿Cómo es posible que una sociedad culta, considerablemente avanzada en muchos campos de índole técnico y, por que no... espiritual... bendiga semejante sacrificio e incluso lo jalee? ... pues... una explicación más o menos unívoca a este “fenómeno” es prácticamente imposible pero, como la totalidad de las acciones que rozan el límite del entendimiento, nacen de la desesperación humana: A finales de 1944 las fuerzas japonesas estaban siendo devastadas por los americanos. El archipiélago nipón, en otro tiempo considerado invulnerable a un ataque aéreo, estaba siendo continuamente martilleado por cientos de bombarderos que cumplían su misión casi sin impedimentos – a causa de la manifiesta inferioridad de la fuerza aérea japonesa – y que se aprovechaban de la capacidad de las bombas incendiarias para arrasar un país construido casi íntegramente en madera. Un piloto naval estadounidense volaba, al menos, unas doscientas horas antes de “disfrutar” de su primera misión operativa; sus homólogos japoneses – seguramente igual de arrojados y valerosos, pues todos los hombres somos, esencialmente, iguales... – volaban durante, digamos, unas 25 horas, lo que representaba una oportunidad única para no regresar de su “primera vez”...

Los ataques suicidas representaban una oportunidad de compensar el desequilibrio de fuerzas ante la imposibilidad para los pilotos japoneses de combatir con sus equivalentes americanos en igualdad de condiciones. En su lugar, se podía explotar la buena voluntad de los jóvenes nipones para conjugar uno de los verbos preferidos para un japonés, “sacrificar”, utilizado con enorme éxito a lo largo de los tiempos de forma nominal y, a partir de ahora, en forma reflexiva. Fue un movimiento que encajó perfectamente con la psiqué japonesa, una forma de vida dominada por la atemporalidad de la existencia, por el bushidoo código de honor japonés – y también, claro, con un cierto fatalismo, fácilmente captable por cualquiera en la pintura o la literatura japonesas; Un occidental se hubiera sentido entre extrañado e indignado por semejante comportamiento... y en el caso de que un oficial se hubiera sentido tentado a requerirlo, su petición habría sido tachada de obscena al momento. Este viaje sin retorno, oficializado definitivamente por el almirante Takijiro Onishi con el nombre de “Viento Divino”Shimpu - no es otra cosa que una gigantesca radiografía, un clarividente negativo de una sociedad sobre la otra que nos recuerda el inmenso abismo presente entre ambas... En el escenario europeo, a ingleses y americanos apenas les separaba una trinchera de sus contrarios alemanes... A los japoneses y estadounidenses... les separaba un mundo.

En su primera misión desde su constitución, el escuadrón de Onishi tuvo, según se mire, mala suerte, y los aparatos regresaron sin encontrar su objetivo pero el mismo día, un kamikaze japonés se estrelló contra el crucero Australia matando a 35 personas y, una semana más tarde, varios ataques concertados causaron graves daños a varias naves aliadas, entre ellas el portaaviones Intrepid. Tan pronto como los “éxitos” de aquellos desgraciados se hicieron presentes, la idea que Onishi se había hecho de salvar al Japón por medio del viento divino alcanzó unas proporciones demenciales: se hablaba de sacrificar las vidas de 10 millones de japones para alcanzar la victoria por medio de ataques especiales... e incluso se empezó a manejar el censo para decidir quienes debían de ser asignados a tamaña paranoia. Mientras semejantes ideas tomaban cuerpo, los ataque se sucedían creando graves problemas a los americanos y, lo que constituye su mayor éxito, provocando a los marineros de la Navy una suerte de psicosis colectiva contra el ataque de un Kamikaze... De pronto, hombres que soportaban con mayor o menor decoro tremendos bombardeos de los acorazados del “Sol Naciente”, que combatían en lugares cerrados, nauseabundos, sin una sola ventana, sufriendo los estallidos de las bombas y los pernos y esquirlas que salían disparados después de cada impacto, empezaron a mirar al cielo con aspecto desvalido ante la posibilidad de que uno de aquellos seres, casi mitológicos, acabará estampándose justo encima de ellos... Los capitanes tuvieron que intervenir llegando incluso a imponer sanciones para aquellos tripulantes que se atrevieran siquiera a hablar del tema.

Curiosamente, el daño que puede provocar uno de esos ataques no tiene comparación posible con el desastre que una bomba bien colocada puede causar en la cubierta de un navío de combate pero, como dijo alguien alguna vez... “yo siempre prefiero tenérmelas que ver contra algo que no tenga ojos”... Los japoneses consiguieron personalizar la amenaza, ponerla cara, hacer sentir a cada americano que era un japonés, y no un bomba ni un avión, el que quería acabar con su vida... Y a los occidentales, mirar a los ojos a la muerte y observar como su mano trata de estrechar la propia siempre se nos ha dado, a Dios gracias, bastante mal...

Afortunadamente, semejante estrategia estaba sujeta a unos estrictos términos de caducidad... obligado por el lamentable estado en que las incursiones de bombardeos había sumido a la industria nipona que, literalmente, se quedó sin material para fabricar ni una sola aeronave; En un momento dado, fue relativamente sencillo encontrar voluntarios dispuestos a partir hacía el paraíso pero, en una broma macabra, no tenían con que llevarlos. Hacía mediados de diciembre, la unidad de Onishi tenía 151 pilotos pero menos de diez aviones disponibles... y los americanos lo agradecieron enormemente, pues desaparecía así la última amenaza enemiga, en un momento en que la guerra estaba casi ganada.

A estas horas de la noche, apenas puedo ya ejercer mi raciocinio; pero, haciendo un absoluto esfuerzo de interiorismo, quizás pueda imaginarme, a mí mismo, en el meollo de una batalla, en un momento muy concreto, llevando a cabo de repente, puede que por defender a los míos, una acción que, probablemente, lleve aparejada mi muerte. Pero, lo que soy absolutamente capaz de imaginarme es que me levanto una mañana a las cinco de la mañana, me voy a rezar a alguna iglesia, todo eso sabiendo que, dentro de unas horas, perderé mi vida a propósito. En cierto modo, no fueron seres humanos los que ejecutaron esos ataques puesto que, la característica última del hombre, amén de amar, es su capacidad para crear siempre una última esperanza. Yo no sería capaz de vivir sin ella... ¿Y ellos?... Me gustaría pensar que tampoco, que en algún lugar de esos aviones, viajaba esa última esperanza.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Rocroi, 19 de Mayo de 1643

En la mayoría de los libros de historia, Rocroi aparece como un gigantesco punto de inflexión, una imaginaria cortina que, casi meridianamente, separa la España portadora del triunfo y del orgullo de su inminente y arrollador negativo, enfrentando a aquel Imperio en el que no se ponía el sol de su tenebroso y dolorosísimo reverso... No es extraño; la gran mayoría de los humanos nos sentimos cómodos con aquello que parece sencillo de entender y tendemos a asimilar mejor soluciones cristalinas que acarreen las menores disquisiciones morales posibles... blancos y negros, buenos y malos, ricos y pobres... antes y después... Una raya en el suelo, una fecha, un límite, un mojón, es una poderosa arma que crea y deshace épocas e ideas, que nos embelesa con falsas evidencias intentando, de manera taimada y maliciosa, clasificar lo inclasificable... el sufrimiento de los hombres.

Deberíamos – es mi muy humilde opinión – protegernos a toda costa de aquellos intentos de compartimentar la humanidad, de sus pueblos e imperios, y de los hombres y mujeres que los conformaron. No existen en esencia más de una docena de acontecimientos históricos a los que debamos atribuir la suficiente fuerza creadora o destructiva como para ser causa y no resultado. Interiorizando este silogismo – o dislate, según se mire... – en el caso español, el Imperio no entró en ninguna barrena ideológica o económica porque se perdiera en Rocroi... Se perdió en Rocroi porque, desde casi ciento cincuenta años antes, un pequeño y semidespoblado país mandó a sus tropas más allá de sus fronteras para defender unos curiosos y tozudos intereses y acabó jugando a ser Dios con una espada en la mano y una cruz en la otra, contrarestando la fuerza de sus enemigos y sus propias y nunca reconocidas carencias a fuerza de inventiva – no necesariamente entendida ésta como inteligencia… – y orgullo a partes iguales y, lo más importante, de una casi enfermiza confianza en las propias posibilidades... que le llevaron a no entender que el fin comenzó prácticamente al mismo tiempo que el principio.

El 19 de mayo de 1643, en el contexto de uno de los múltiples asedios llevados a cabo por los ejércitos españoles en Flandes, las fuerzas del Duque de Melo sitiaron la plaza de Rocroi, cuyo cerco prentendía romper el Duque de Enghien. Melo posiblemente se confía, infravalorando las capacidades de su joven contrincante – 22 años – y no toma siquiera las más elementales medidas para cerrarle el paso antes de que, cruzando un desfiladero muy fácilmente defendible, veintitrés mil hombres desemboquen en una llanura y le desafien...

Los ejércitos son muy similares, decía Napoleón... “todos se componen de hombres”... Melo y Enghien disponen a sus tercios o regimientos de manera parecida: caballería en las alas e infantería en el centro y, casi sin solución de continuidad, los franceses toman la iniciativa y se lanzan contra las alas imperiales – menos de un tercio del ejército de Melo está compuesto por españoles... – para ser rechazados y puestos en desbandada al menos en uno de los dos flancos del enfrentamiento pero, estúpidamente, las órdenes cursadas por el general imperial no llegan a las formaciones con lo que éstas no cargan contra el centro francés para aprovechar ese momentáneo instante de desconcierto. Error... el general galo es hombre temperado y, a galope tendido reune a su caballería, la agrupa, y se lanza de nuevo contra la caballería española, que ha abandonado la protección de los mosqueteros, resultando desecha, separando de paso a los tercios españoles de resto de sus alidados lo que, militarmente, equivalía a separar el trigo de la paja…

Comienza entonces la sistemática destrucción de la que hablan los libros... esencialmente, una vulgar carnicería de dos horas de duración. Los franceses caen contra la tercera línea, la de los alemanes, y los masacran sin piedad; Igual sucede con la segunda, la de los valones e italianos. Melo acude para ayudarles pero, advirtiendo que es demasiado tarde, vuelve grupas y cierra filas con lo que los franceses llamaron “la espléndida y vieja infantería española”, los tercios, que luchan bajo un huracán de fuego, se agrupan, disparan, se ayudan y vuelven a agruparse, y así una y otra vez, defendiendo unas banderas que, en cierto modo, en poco o en nada les representaban ya... Los capellanes corren por la vanguardia española intentando confesar a los moribundos resultando muchos caídos en el intento, Melo es alcanzado en un brazo y pelea manejando la espada con su mano siniestra y sus hombres, desgarrados en cuerpo y alma, se resisten a morir, sin saber que el imperio que les cobija hace ya mucho tiempo que no respira... que es un muerto viviente. Enghien, poseído por la emoción, proclamaría al día siguiente que el valor de aquellos hombres le había resultado inaudito...

No es sencillo para un hombre de nuestra época, mediatizado por los sucesos que nos ha tocado vivir – o, más acertadamente, que no nos han tocado sufrir... – entender el comportamiento de aquellos soldados, o ser capaces de mostrar siquiera una cierta empatía; uno puede leer que las últimas descargas las hicieron solo con pólvora, por carecer ya de balas, puede emocionarse, quizá, con la imagen de aquellos hombres a los que se permitió rendirse con condiciones de fortaleza asediada, es decir, sin renunciar a sus banderas, y abandonar el campo de batalla con las enseñas desplegadas ondeando al viento y sus espadas en el tahalí… Es posible que nos maravillemos ante el hecho de que, tan solo unos meses más tarde, los supervivientes de Rocroi sirvieran para constituir el núcleo de un nuevo ejército que realizó una campaña tan bien dirigida que Enghien apenas pudo sacar fruto de aquella victoria...

No es eso lo que me interesa pero no se me malinterprete por favor… vaya por delante mi respeto para todo aquel a quien le toque lidiar con parecidas circunstancias, así como mi admiración. Sin embargo, no puedo dejar de hacer notar la evidencia de que una victoria en Rocroi no hubiera cambiado absolutamente nada salvo la nacionalidad de dos o tres mil muertos. El punto de inflexión, si es que lo hubo, fue sin duda el momento en el que el primero de los soldados españoles se embarcó con destino a ninguna parte… muchos años antes de Rocroi.

“Un país se convierte en imperio a medida que se alejan los intereses de cada uno de sus ciudadanos de los del conjunto de ellos” - Kant