Hay cosas que nunca cambian, o mejor dicho, que no acaban de mejorar. Roma, como gran urbe de la época que era, tenían los mismos o muy parecidos problemas que nuestros modernos Méjico DF, Nueva York o Sao Paulo; y uno de los más acuciantes y de más difícil solución era el de la seguridad ciudadana.
Cuando los ciudadanos ricos se veían obligados a salir, iban acompañados por una comitiva de esclavos que llevaban antorchas para iluminar y proteger su camino. El resto de la población, es decir, la inmensa mayoría, solo podía encomendarse a las rondas de los sebaciaria, unas cuadrillas de vigilantes nocturnos también provistos de antorchas que tenían asignado un sector o barrio específico, y cuya obligación era patrullarlo desde que caía la noche hasta primerísima hora de la mañana. Este sistema, que como idea era sin duda excelente, en la práctica hacía agua por los cuatro costados; en primer lugar, el sector que debían patrullar casi siempre era demasiado extenso, con lo que determinadas zonas de la parcela a custodiar rara vez gozaban de la presencia de los vigilantes. En segundo lugar, nos consta que estaban mal pagados, con lo que eran objetivo fácil para el soborno del ricachón de turno que, por unas cuantas monedas, se aseguraba protección de calidad para sus salidas nocturnas.
Por todo esto, cuando un ciudadano romano se aventuraba a salir de noche, siempre lo hacía con una cierta aprehensión y un vago recelo. Según Juvenal, era exponerse a ser tachado de negligente el que saliera sin haber hecho previamente testamento y, medio en broma medio en serio, el poeta nos asegura que se estaba más seguro en el bosque Gallinaria o en las marismas pontinas que en el mismo centro de Roma tras la caída del sol. Y es que, en efecto, el catálogo de peligros era de lo más variado: abundaban los sicarii, una especie de asesinos a sueldo de bajo coste, siempre disponibles para ejecutar las venganzas de maridos despechados o socios arruinados; los efractores se revelaban como expertos carteristas y los raptores, como secuestradores o agresores de toda índole, siempre dispuestos a arrancar a una joven de los brazos de sus padres, o a pegar fuego a la vivienda de un competidor político o un inquilino moroso.
El asunto debió ponerse tan peliagudo, que Octavio Augusto no tuvo más remedio que jubilar a aquellos sebaciaria que tan mal resultado daban y crear una policía totalmente profesional, organizada y acuartelada al estilo militar, bien pagada y con un alto grado de influencia sobre la vida pública de la ciudad: Las Cohortes Urbanas. Estas unidades compartían el campamento con las famosas Cohortes Pretorianas, estaban mandadas por un Prefecto Urbanus y cada una de sus tres cohortes agrupaba a unos mil hombres; y, si hacemos caso a los escritos contemporáneos, a partir de su creación, la situación en los barrios más peligrosos de Roma mejoró sensiblemente aunque, al igual que en nuestras actuales capitales, la sensación de inseguridad, nunca se pudo erradicar del todo. Curiosamente, una de causas de su éxito, se la debemos personalmente al propio Augusto; parece que, al realizarse los estudios preliminares para su puesta en marcha, los generales y consejeros más cercanos al Emperador apostaban por una policía de carácter totalmente militar, armada con escudos y espadas, de corte absolutamente legionario y con potestad para acuchillar primero y preguntar después. Augusto intuyó los peligros y los recelos que aquel modelo paramilitar podía suscitar entre la ciudadanía romana y ordenó que, al margen de armas cortantes, también portaran porras y palos, para las situaciones menos peligrosas. Además, como las sirenas no se habían inventado, completó el atuendo de cada vigile con un cinturón de campanillas para que los “malos” aprendieran a reconocer la presencia de los “buenos”, con lo que se consiguió un gran efecto disuasorio. Augusto acertó de pleno…
Cuando los ciudadanos ricos se veían obligados a salir, iban acompañados por una comitiva de esclavos que llevaban antorchas para iluminar y proteger su camino. El resto de la población, es decir, la inmensa mayoría, solo podía encomendarse a las rondas de los sebaciaria, unas cuadrillas de vigilantes nocturnos también provistos de antorchas que tenían asignado un sector o barrio específico, y cuya obligación era patrullarlo desde que caía la noche hasta primerísima hora de la mañana. Este sistema, que como idea era sin duda excelente, en la práctica hacía agua por los cuatro costados; en primer lugar, el sector que debían patrullar casi siempre era demasiado extenso, con lo que determinadas zonas de la parcela a custodiar rara vez gozaban de la presencia de los vigilantes. En segundo lugar, nos consta que estaban mal pagados, con lo que eran objetivo fácil para el soborno del ricachón de turno que, por unas cuantas monedas, se aseguraba protección de calidad para sus salidas nocturnas.
Por todo esto, cuando un ciudadano romano se aventuraba a salir de noche, siempre lo hacía con una cierta aprehensión y un vago recelo. Según Juvenal, era exponerse a ser tachado de negligente el que saliera sin haber hecho previamente testamento y, medio en broma medio en serio, el poeta nos asegura que se estaba más seguro en el bosque Gallinaria o en las marismas pontinas que en el mismo centro de Roma tras la caída del sol. Y es que, en efecto, el catálogo de peligros era de lo más variado: abundaban los sicarii, una especie de asesinos a sueldo de bajo coste, siempre disponibles para ejecutar las venganzas de maridos despechados o socios arruinados; los efractores se revelaban como expertos carteristas y los raptores, como secuestradores o agresores de toda índole, siempre dispuestos a arrancar a una joven de los brazos de sus padres, o a pegar fuego a la vivienda de un competidor político o un inquilino moroso.
El asunto debió ponerse tan peliagudo, que Octavio Augusto no tuvo más remedio que jubilar a aquellos sebaciaria que tan mal resultado daban y crear una policía totalmente profesional, organizada y acuartelada al estilo militar, bien pagada y con un alto grado de influencia sobre la vida pública de la ciudad: Las Cohortes Urbanas. Estas unidades compartían el campamento con las famosas Cohortes Pretorianas, estaban mandadas por un Prefecto Urbanus y cada una de sus tres cohortes agrupaba a unos mil hombres; y, si hacemos caso a los escritos contemporáneos, a partir de su creación, la situación en los barrios más peligrosos de Roma mejoró sensiblemente aunque, al igual que en nuestras actuales capitales, la sensación de inseguridad, nunca se pudo erradicar del todo. Curiosamente, una de causas de su éxito, se la debemos personalmente al propio Augusto; parece que, al realizarse los estudios preliminares para su puesta en marcha, los generales y consejeros más cercanos al Emperador apostaban por una policía de carácter totalmente militar, armada con escudos y espadas, de corte absolutamente legionario y con potestad para acuchillar primero y preguntar después. Augusto intuyó los peligros y los recelos que aquel modelo paramilitar podía suscitar entre la ciudadanía romana y ordenó que, al margen de armas cortantes, también portaran porras y palos, para las situaciones menos peligrosas. Además, como las sirenas no se habían inventado, completó el atuendo de cada vigile con un cinturón de campanillas para que los “malos” aprendieran a reconocer la presencia de los “buenos”, con lo que se consiguió un gran efecto disuasorio. Augusto acertó de pleno…
PD: Para decir asesino en latín, hay que utilizar según el contexto, las palabras “raptor” o “sicarii”. La segunda de estas palabras tiene su origen en la “sica” o cuchillo de hoja curva muy utilizado por los maleantes de cualquier calaña porque era pequeño y, gracias a su forma, se escondía fácilmente entre los pliegues de la ropa. Sin embargo, el término asesino es de origen árabe y quiere decir “adicto al hachís”. En tiempos de las cruzadas había una secta muy temida por los cristianos que cometía asesinatos suicidas en nombre de Alah bajo la influencia de esa sustancia. Esta secta pasó a llamarse Hashsh Ashin, o sea, “los que consumen hachís”.
Como digo, todo es demasiado parecido…
2 comentarios:
¡"Premio para el caballero" sí me razona porque no se aprende de la Historia!.
He pensado siempre que, en lo relativo al comportamiento humano, estaba todo "inventado".
Sólo había que saber y querer leer un libro de Historia.
¿Será que el Hombre es tan sobérbiamente tonto que se cree mejor que sus ancestros?.
Tengo una teoria sobre ello. Después de pensarlo, creo que las pesonas no aprendemos de nuestros errores más que cuando sufrimos las consecuencias de los mismos. El hombre aún no ha inventado un sistema para que las generaciones futuras aprecien los esfuerzos de sus predecesores y actuen en consecuencia. Por eso, y por la estúpida creencia de que necesariamente somos mejores que nuestros padres y abuelos, tendemos a pensar aquello de "eso no me puede pasar a mí"...
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