martes, 28 de febrero de 2006

Hazañas en piedra

La columna más famosa de Roma

En el año 106 d.C., Trajano, al igual que hicieron la mayoría de sus antecesores al llegar de una campaña victoriosa, quiso dejar constancia de sus hazañas militares con una gran obra constructiva; Pero, quizás porque Roma estaba ya llena de Arcos del triunfo y similares, o tal vez porque no pudo recalificar un “terrenito” para edificar otro foro, en esta ocasión optó por ordenar a Apolodoro de Damasco, su arquitecto de culto, que le edificara una columna, grande y molona, donde todo aquel que se acercara pudiera apreciar los grandes éxitos que las legiones trajanas habían cosechado zurrando la badana a los bisabuelos de los actuales rumanos.

Puede que Apolodoro protestara… al fin y al cabo, por mucho que se currara una columna, esta no iba a resultar nada del otro mundo en una ciudad en la que casi había más estatuas que personas de carne y hueso; pero Trajano no era hombre al que resultara gratis contariar o desobedecer, así que “Apo” se puso manos a la obra con más ilusión y tenacidad de las habituales, si cabe... dispuesto a levantar una columna extraordinaria.

Lo primero que hizo este antiguo ingeniero militar fue diseñar una complejísima estructura o “castillo” con la que los romanos deberían levantar la descomunal columna. El fabuloso ingenio resultante, realizado a base de enormes troncos de madera firmemente unidos por clavos y maromas, medía más de cincuenta metros de altura y fue levantado por los soldados de una de las legiones victoriosas en la campaña. La fuerza del ingenio procedía – como siempre… - de dos grandes ruedas tractoras, accionadas por esclavos, que mediante un sistema de poleas conseguían trasmitir la suficiente fuerza motriz para levantar tambores de mármol ¡de 20 toneladas! Una vez alzados dichos tambores se alienaban contra los que ya formaban parte de la columna por medio de unos grandes raíles, uniéndose a estos gracias a cemento y cientos de grapas de hierro y plomo.

Cuando el bloque ya estaba perfectamente colocado, una docena de escultores entraba en escena. Sin prisa pero sin pausa, empezaban a cincelar el mármol para modelar las figuras que configuran el “reparto” de esta película: legionarios, auxiliares, pretorianos, germanos, esclavos, dacios, sármatas, escitas… En total, más de dos mil quinientas siluetas que, aparte de su indudable valor artístico y estético - al principio estaban "coloreadas" - , atesoran un inigualable valor histórico: por un lado, narran con toda suerte de detalles una campaña militar, la conquista de Dacia, de la que apenas tenemos fuentes escritas fiables; por otro lado, la forma en que el poderío del ejército romano, su capacidad estratégica y valor quedan de manifiesto, nos revelan una obra maestra de la propaganda política…. En una época en la que no había “Informe Semanal” aquel romano que quisiera sentirse partícipe de los éxitos de su civilización, no tenía más acercarse a ver la columna para irse a casa, poco después, tarareando eso de “… Trajano, Trajano, Trajano es cojonudo…”

Además, Apolodoro se guardó un par de ases en la manga; se las apañó para que el interior de la columna estuviera recorrido por una escalera de caracol que gracias a sus 185 peldaños, permitía al visitante ascender a una pequeña garita que remataba la estructura, sirviendo ésta de base a una coquetona estatua del Emperador. Y como en la base de la columna aún quedaba espacio y en esa época aún no eran necesarios los garajes, cinceló una cámara funeraria en la que las cenizas de Trajano y su mujer, Plotina, pudieran dormir el sueño eterno, modestamente… en una urna de oro macizo.

En la vida, pocas cosas son una casualidad, y esta columna no es una excepción; Ni su altura (39,83 m.) ni el que todas las figuras romanas miren hacia la derecha, ni tampoco el que la acción se desarrolle en 22 escenas, es fruto del azar. Tampoco el hecho de que, aparte de Trajano, algunos de sus generales y el Prefecto del Pretorio, no haya más figura real que la de un soldado raso que merecería un post por sí solo...

No digo más.


viernes, 24 de febrero de 2006

La batalla más feroz de la historia

Una de la imágenes más famosas del cerco de Stalingrado

En Noviembre de 1942, el Ostheer o Ejército alemán del Este estaba agotando sus últimas fuerzas en una desesperada batalla para hacerse con Stalingrado. Su rival, el ejército Rojo que tantos y tan graves quebrantos había sufrido durante los dos años anteriores, estaba empezando a mejorar sus tácticas a fuerza de aguantar palos y recuperaba poco a poco las posiciones que tanto les había costado ganar a los alemanes. Las divisiones italianas y rumanas que se supone debían ayudar a los germanos bastante tenían con ocuparse de su propia seguridad: se encontraban faltos de carburante, munición, vehículos, ropas de invierno… y hacía tiempo que habían dejado de ser una ayuda, para convertirse en un estorbo. Además, había llegado al frente Georg Zhukov.

Durante los meses anteriores, Zhukov, un militar de origen campesino extremadamente duro en las formas pero todavía más en el fondo, se había hecho cargo de la defensa de la ciudad talismán de Stalin con la orden de no ceder ni un milímetro a los alemanes... al precio que fuera. La concentración de tropas rusas para la contraofensiva recibió el nombre en clave de “Operación Urano” y se basaba en la muy exacta percepción que Zhukov tenía de las intenciones de las fuerzas del Eje. Mientras que estos se estrellaban en vano contra la línea del frente rusa en medio de unas infernales condiciones y de un frío atroz, los rusos economizaban hombres parapetados en las ruinas de la ciudad y acumulaban reservas en retaguardia para lanzarlas contra el enemigo cuando este empezara a estar al límite de sus capacidades. A Stalin, inesperadamente, el plan le pareció bien e incluso dejó que Zhukov decidiera el momento exacto del contraataque lo que, viniendo de semejante engrendro, había que tomárselo como el más afectuoso de los cumplidos.

El 19 de Noviembre, una marea de soldados eslavos atacó las posiciones alemanas al norte de la ciudad, y al día siguiente fueron atacadas las del sur. En cuestión de horas, los ejércitos rumanos e italianos que sostenían precariamente los flancos de sus “alidos” alemanes habían dejado de existir. Los germanos, desorientados, apenas tuvieron tiempo de fijar sus posiciones en el interior de la ciudad para intentar darse la vuelta y contraatacar pero también andaban cortos de combustible, y las temperaturas extremas hacían que, por ejemplo, más de la mitad de los tanques no pudieran ni arrancar. Cuatro días más tarde, el 23, las pinzas soviéticas se cerraron y los “victoriosos ejércitos de Hitler…” dejaron de ser atacantes para empezar a paladear el amargo sabor de sentirse asediados, atrapados en una gigantesca bolsa a más de 160 kilómetros de las líneas propias, inmovilizados por toneladas de barro en un erial lleno de cadáveres congelados y artillería y tanques destrozados; En total, más de 330.000 hombres al mando, casi por accidente, de un desconocido: El General Paulus.

Paulus no era mala persona pero tenía una total falta de carácter; se las había arreglado para ir ascendiendo sin hacer ruido, gracias a sus habilidades en temas de logística y aprovisionamiento, además de su facilidad innata para pasar desapercibido, pero rara vez se había visto al mando de algo más que el guardia de la puerta de su despacho. Ahora, ese pobre militar "funcionario" se veía abocado a un triste destino que amenazaba con destrozarlo. Paulus se apresuró a suplicar a Hitler que le permitiese hacer una salida, un ataque fulminante sobre el frente más estrecho posible que permitiera a la mayor parte de sus hombres escapar por la brecha ahora que aún las posiciones rusas no se habían consolidado del todo, pero el Fuhrer se negó, y ordenó resistir a toda costa. Goering, puede que borracho como casi siempre, aseguró a Paulus que no se preocupara, que sus aviones se las arreglarían para garantizarle los suministros y los víveres, pero el General frunció el ceño… todo lo que prometía ese incapaz solía acabar aún peor de lo que sonaba.

A mediados de enero, la temperatura bajó a más de 30 grados, y apenas algún avión conseguía aterrizar de cuando en cuando en las heladas pistas que los ingenieros alemanes mantenían a duras penas. Mientras, los soldados se seguían matando sin descanso, persiguiéndose unos a otros en medio de la devastación más absoluta; sobrevivían base de margarina y carne de caballo, aventurándose en tierra de nadie, más allá del perímetro defensivo, para buscar restos de comida y lo que era aún más valioso, sal, en los bolsillos de sus compañeros muertos… y pronto empezaron a proliferar las trampas para cazar ratas. Hitler, miope emocional, seguía viendo la situación en el mapa, atrincherado en su mundo de fantasía y autorizó una irreal operación de rescate que terminó con el global de las fuerzas alemanas al borde del colapso.

Paulus, convencido de la futilidad de resistir, imploró a Hitler considerar la oferta soviética para capitular, pero el tirano le llamó cobarde, traidor e incapaz y, increíblemente, le ascendió a mariscal, convencido de que eso le impediría rendirse, pues ningún militar alemán con esa graduación lo había hecho hasta la fecha; en realidad le estaba poniendo en las manos una pistola para suicidarse. Pero Paulus decidió pasar a la historia sin apretar el gatillo. El día 31 de enero, pidió agua caliente para que él y sus 22 generales se afeitaran y, tras adecentarse, capituló. Dos días más tarde, las últimas fuerzas alemanas que habían conseguido atrincherarse en una fábrica de tractores se rindieron.

De los 108.000 que fueron hechos prisioneros y obligados a marchar al cautiverio, solo 4.500 consiguieron años más tarde, volver a Alemania.

A un general americano le preguntaron en una ocasión… ¿Cuándo se sabe que empiezas a estar derrotado? Él respondió... “desde el mismo momento en que empiezas a pensar en esa posibilidad”. Puede que sea así; hasta Stalingrado, el ejército alemán sufrió importantísimos reveses como la derrota en el norte de África ante Montgomery, la incapacidad manifiesta de controlar el escenario mediterráneo o la terrible resistencia británica a la ocupación de sus islas, pero aún así, el demente Hitler y la práctica totalidad de su infausta camarilla pensaban que iban a ganar. El gigantesco revés de Stalingrado fue ante todo y sobre todo, moral: la psicología y la confianza alemanas quedaron extraordinariamente tocadas y el III Reich empezó a verse perdiendo la guerra. Y así fue.

Hay historias, en las que es muy difícil ponerse al lado de alguien, por más que todos sufran.

PD: Años más tarde, un alto dignatario europeo estuvo a punto de liarla bien liada, durante una visita a la nueva ciudad de Stalingrado

Saludos.

domingo, 19 de febrero de 2006

La torre de Babel

"La torre de Babel" de Peter Bruegel "el viejo" (1563)

El episodio de la torre de Babel está ubicado al principio del libro del Génesis, inmediatamente después de los relatos de la creación del mundo, el Arca de Noe y la que cayó después... el diluvio universal. ¿Qué quiere decir esto?... pues que al igual que la mayoría de los mitos evocados por los hombres a lo largo de los siglos, la elevación de una torre hasta los mismos límites del cielo intenta responder a uno de esos interrogantes universales que todas las culturas se formulan, en este caso, porqué si los hombres somos una sola clase de seres vivos, existe la multiplicidad de lenguas que caracteriza nuestra humanidad.

Pero ojo, que no ha sido solo la tradición judeocristiana la que se ha inventado una solución a este problema; culturas como la maorí, la persa o el animismo africano también tienen sus particulares torres celestes, y acaban de igual manera que la “nuestra”: Jehová se cabrea terriblemente ante la voraz apetencia de los humanos al intentar construir “una ciudad y una torre cuya cúspide llegase hasta el cielo”, desciende desde las alturas a toda prisa y decide sembrar la confusión multiplicando las lenguas de los trabajadores, como única posibilidad de que abandonasen la edificación al no poder entenderse entre ellos.

La verdad es que esta historia es una hermosísima leyenda, pero si la juzgamos con criterios modernos, haría agua por los cuatro costados. Probad a daros una vuelta un día laborable por la multitud de obras que dar color a la capital del Estado. Entre ladrillos, vigas y sacos de cemento circula una multitud de obreros de los que solo una pequeña parte, habla “cristiano”: marroquíes, polacos, ucranianos, peruanos, argelinos… se esfuerzan diariamente en levantar enormes edificios y, a pesar de la multiplicidad de lenguas y dioses, la construcción avanza y Dios, que se sepa, no ha bajado por allí. No es descabellado pensar por tanto, que si ahora la comunicación no es un problema, tampoco lo fuera entonces. ¿Cuál es pues el significado del mito de Babel?

Puede que la solución esté en la misma etimología de la palabra… Babel esta “inequívocamente próxima” al término hebreo Balal, que significa “confusión”. Por esta vinculación entre ciudad, ambición humana y confusión, muchos estudiosos han convenido en que Babel era una ciudad efectivamente existente. Y se trataría ni más ni menos que de Babilonia, esa lujosa ciudad de la que Herodoto afirmó que no había en el mundo un lugar siquiera semejante, tan ligado a la ambición, a la lujuria o la soberbia del género humano. De modo que tanto la Babel del Génesis como la Babilonia del resto de la Biblia aluden a un significado común: la fascinación por el poder y el señoreo de la tierra y todo lo que ella contiene...

Herodoto afirma además que en Babilonia existía una torre maciza sobre la que se levantaba otra y sobre esta una tercera… hasta llegar a ocho torres; una muralla la rodeaba y en el templo que albergaba su parte más alta, había dispuestas una gran mesa y una cama preciosa, ambas realizadas en oro puro. Se decía que todas las noches los jerifaltes de la ciudad colocaban allí una mujer para que esperara al Dios de los caldeos, Marduk, por si acaso bajaba de las alturas con ganas de cobrar a los humanos su lascivo tributo. Posiblemente dicha torre no fuera una excepción. En la ciudad existían multitud de torres similares, los Zigurats, construcciones de carácter místico que simbolizaban los siete cielos planetarios de la mitología Babilónica y constituían una especie de vínculo entre la divinidad y los hombres. Para levantar estas torres fue necesaria una ingente cantidad de mano de obra “no voluntaria”, hebrea en su mayor parte. Es más que posible que los judíos no guardasen muy buena opinión de sus capataces caldeos, y decidieron incluir en la Biblia el pasaje de Babel para simbolizar el castigo que Jehová tenía reservado a todos los opresores del "pueblo elegido". Y por eso mismo Jehová decidió dejar en pie la torre, para dejar testimonio de una de los miserias cosustanciales al género humano: tratar de utilizar la energia de las fuerzas superiores en su propio beneficio.

¿Os suena...?

martes, 14 de febrero de 2006

El milagro de Empel

Capitán de los Tercios de Flandes

Se cree que Jesucristo era español… porque tenía más de treinta años, vivía en casa de sus padres y se creía un Dios. Sin embargo, a mi entender hay otros detalles que hacen dudar de que El Mesías hubiera nacido por aquí, como su predisposición a pagar impuestos – “al César lo que es del Cesar” – o el hecho de que quedara a cenar un sábado con los amigotes y luego no salieran por ahí, a tomar algo. El caso es que, fuera de bromas, hace quinientos años ya había más de uno que estaba casi seguro de la españolidad del todopoderoso.

Después de la toma de Amberes por Alejandro Farnesio en 1585, la situación en los Países Bajos se estabilizó, al menos en parte. El éxito que para las tropas de Felipe II supuso la toma de tan significativa ciudad, azuzó los ánimos de los soldados de los Tercios que, por otro lado, andaban prácticamente sin fuerzas tras una campaña que había sido demoledora. Farnesio, que era tan buen general como psicólogo, decidió dar un merecido descanso a sus hombres y, al mismo tiempo, conquistar algún lugar tranquilo para luego utilizarlo como base de operaciones cuando hubiera que ir hacia el norte a seguir “calentando” holandeses. Y para esa especie de “campamento base” se eligió a la isla de Bommel, un estuario de tierra entre los ríos Mosa y Vaal, muy fértil, y con solo dos pequeñas fortalezas ocupadas por fuerzas rebeldes de – se creía - muy poca consideración. Así que Francisco Arias de Bobadilla se dirigió con su Tercio y parte de otros dos, a lo que creía iba a ser una suerte de fin de semana vacacional, en el que sus hombres podrían llenar los estómagos en un bucólico paraje… más o menos unos cuatro mil españoles cantando eso de “… que buenos son que nos llevan de excursión”. Error.

Por una vez Farnesio se había equivocado; la isla era terriblemente plana y una vez hubieron cruzado el río todos sus soldados, los holandeses rompieron los diques, provocando tan inundación que el nivel de las aguas subió varios metros. A los españoles apenas les dio tiempo a salir corriendo con los pantalones a medio subir, maldiciendo por tener que abandonar sus carísimos vestidos y sombreros recién adquiridos pues, al parecer, acababan de cobrar; se perdieron buena parte de las vituallas, más de la mitad de la pólvora y tres cuartas partes de la artillería. Tan mal estaba el asunto, que hubo que hacerse fuerte en los dos o tres puntos más altos de la isla, que eran los únicos que no estaban anegados. Y todo esto entre en lógico jolgorio de los soldados holandeses que, más conocedores de los “encantos” de aquellas tierras, estaban la mar de cómodos en más de cien barcazas de toda especie con las que castigaban regularmente las posiciones españolas a cañonazo limpio. Bobadilla, preocupado porque la comida empezaba a escasear, se pasaba los días dando ánimos trinchera por trinchera a sus soldados, la mayoría de los cuales ya defendían sus posiciones armados de mosquete y flotador y, orgulloso, rehusó la propuesta de paz que caballerosamente le mandó el almirante Holak, jerifalte holandés, con la “inteligente” reflexión de “ya hablaremos de capitulaciones cuando estemos muertos”.

Total, que con la moral española más baja que los índices de popularidad de George Bush, un soldadito andaluz, que estaba achicando el agua de su trinchera realiza un espectacular hallazgo: una preciosa imagen de la Inmaculada Concepción policromada en una tabla de madera. El soldado, quizá con la esperanza de que semejante descubrimiento le recompensara con algo de comer – los españoles llevaban tres días sin probar bocado – empezó a llamar a gritos a sus compañeros, los cuales llevaron la imagen en procesión hasta una pequeña capilla en la aldea de Empen, donde la colocaron entre un par de banderas españolas. Cuando Bobadilla llegó, se encontró a centenares de soldados españoles, medio desnudos, hambrientos y cubiertos de barro hasta detrás de las orejas… rezando respetuosamente una salve. El general esperó pacientemente a que sus hombres acabaran de honrar a la imagen y, aprovechando el efecto psicológico del asunto, arengó a sus soldados con el socorrido método de “… Dios está con nosotros y no con el enemigo, con lo que no quedaba otro remedio que atacar al amanecer”. Esa noche los españoles se fueron a la cama con los ánimos calentitos y decididos a salir triunfantes de aquel difícil trance… aunque sin tener ni puñetera idea de cómo se iban a acercar a aquella multitud de botes que les estaban haciendo la vida imposible; y eso no era lo peor: hacía mucho frío…

Tanto, que a la mañana siguiente, aquellos demacrados soldados levantaron la vista de sus trincheras para contemplar, incrédulos, una visión esperanzadora; el aterrador frió de la pasada noche había helado las aguas del rió Mosa, con lo que más de la mitad de los barcos holandeses estaban, de hecho, inmovilizados. La infantería española se relamía… Eran plenamente conscientes de que, sin la movilidad de sus naves, los holandeses estaban perdidos ante la superioridad hispana en el combate cuerpo a cuerpo. Y por si esto no fuera bastante, un ecijano descuidado prendió fuego por error a un barril cargado de pólvora. El pobre desgraciado quedó hecho un puzzle, pero el inmenso estruendo que generó hizo creer a los holandeses que una escuadra de socorro española estaba a punto de llegar, con lo que los pocos barcos holandeses que aún podían moverse metieron la marcha atrás y huyeron despavoridos. El combate que siguió fue más un entrenamiento para los Tercios; la victoria fue completa y la rendición holandesa, incondicional.

Holak, cabreado por dejarse escapar en el último momento un triunfo que creía seguro, diría: “tal parece que Dios o su hijo Jesucristo es español al obrar, para mí, tan grande milagro”.

Pobre..., al fin y al cabo, también era su Dios.

Un abrazo.

domingo, 12 de febrero de 2006

El triunfo de la República

"Tarquinio y Lucrecia" de Tiziano

Roma es una ciudad maravillosa que he tenido la suerte de “conocer” acompañado de un par de buenos amigos. Gracias a “ELLA” he disfrutado el doble de paisajes y lugares, y he experimentado con más cercanía todas esas sensaciones que solo la antigua capital del Imperio puede provocar. Gracias a "ÉL", he descubierto cuadros, frisos y esculturas, y he podido contemplar una de las obras de arte romano más desconocidas pero a la vez más sugerentes y enigmáticas. Así que, para no ejercer de cero a la izquierda ni volver sin aportar nada, me he decidido a contar lo poco que sabemos sobre la vida del protagonista de dicha obra.

Lucio Junio Bruto fue un personaje legendario; ¿La consecuencia…? Pues que en lo que a su vida concierne, es prácticamente imposible saber que parte es cierta, y cual ha nacido de la nada para ir engordando de boca en boca a través de los siglos. El caso es que para los romanos de entonces y para muchos de los de ahora, Lucio se aparece como la exaltación del héroe, como la representación ideal de todas las ancestrales virtudes que encarnaba la Roma republicana… vamos, lo que sería un Viriato, un Don Pelayo o un Paco Gento para nosotros; hagamos un esfuerzo pues…

Alrededor del final del siglo VI a.C. Roma era ya una importante ciudad que se erigía como poderoso referente de una comarca de unos 800 kilómetros cuadrados, que albergaba treinta o treinta y cinco mil almas. Las ciudades latinas que la rodeaban, reconocían ese dominio de mejor o peor grado, y cada cierto tiempo se apresuraban a darse una vuelta por “la capital” para comerciar, asistir a un juicio o, simplemente, para dorar la píldora del gobernante de turno que en aquella época, no lo olvidemos, era nada menos que un Rey.

Sin embargo, por aquel entonces el ambiente estaba calentito; En capítulos anteriores, los reyes tuvieron la deferencia de invitar a las familias nobles a asistir a una asamblea de carácter consultivo para dejarse aconsejar, el Senado. Cuando un rey llamado Servio Tulio ascendió al reino de las ánimas, su sucesor, un tal Tarquinio, se negó a convocar a los nobles aludiendo que a él no le hacían falta consejos de nadie, y estos, quizá por despecho o quizás porque acababan de perder una semana gratis de vacaciones pagadas, pusieron cara de póquer y esperaron su oportunidad de devolver “el favor”.

No hubo que esperar mucho. Tarquinio tenía un hijo de aquellos de los que ni siquiera los padres más optimistas pueden presumir: un tipo borracho, libertino, mujeriego, mentiroso y matón. Cuenta la tradición que una noche “toledana”, Sexto Tarquinio, que así se llamaba la joya, violó a una virtuosa joven por la que toda Roma tenía un enorme respeto… una tal Lucrecia. Para la muchacha, que estaba destinada a encarnar a la perfecta matrona romana, el trago fue demasiado y se suicidó. Lucio, harto ya de los habituales excesos de su Rey y puede que preocupado ante lo que preveía que quedaba por llegar, se lió la manta a la cabeza y se dirigió lleno de ira al palacio real, soliviantando de paso a todo aquel que se cruzaba en su camino. Tarquinio, al ver a la muchedumbre, comentó aquello de… ”Entretenédmelos un poco que en seguida salgo” y se largo a la carrera, dejándose tontamente una buena cantidad de monedas de oro y a la mayoría de su familia. Roma era libre y los romanos, agradecidos, nombraron a Bruto nuevo Cónsul porque ya estaban hartos de reyes… ¡Había nacido la República!

Lucio no era torpe y acertó muy pronto la manera de gobernar y mantenerse vivo, que no era ni más ni menos que hacer justo lo contrario de lo que hizo su malogrado antecesor: restauró el Senado, distribuyó tierras a los pobres, designó a dos personas para que ayudaran a los Cónsules – los famosos praetores – y gobernó con mesura y sabiduría aunque se aseguró de cubrirse las espaldas expulsando a todos los que tuviesen el más mínimo parentesco con los Tarquinios… buenas intenciones para una de las primeras limpiezas étnicas de la historia. Pero Lucio se equivocó pues no era de la familia de los Tarquinios de donde podía venir la piedra, sino de la suya propia. Varios familiares, entre los que se encontraban incluso dos de sus hijos, planearon su derrocamiento con la excusa de que pretendía restaurar la monarquía y conspiraron, al principio de forma sibilina pero luego abiertamente, provocando a su padre en público y en privado. Lucio, hombre íntegro a su manera, no permitió a sus hijos lo que antes no le había consentido a su Rey y los ajustició, a pesar de los lloros y súplicas de su madre. Pocos días más tarde, el Cónsul alivió su luto lo justo para ir al campo de batalla para hacer frente a los recalcitrantes Tarquinios, que volvían a amenazar a Roma con nuevos aliados y reforzadas energías. Lucio conseguiría detenerlos… al precio de su propia vida.

Casi 500 años más tarde, un lejano descendiente suyo propinó a Cayo Julio César la última de las 23 puñaladas que le provocaron la muerte.


Una familia de republicanos… hasta el final.

viernes, 3 de febrero de 2006

¡Niño!... ¡Deja de jugar con la piedra que le vas a dar a alguien!

Monumento al Hondero Desconocido...
A los españoles siempre se nos ha dado bien pelear. El carácter de nuestros antiguos... belicoso, duro y sufrido, hizo que desde el principio de la presencia “extranjera” por estos lares se demandaran grandes cantidades de soldados a sueldo para completar a los, en ocasiones, menguados ejércitos que desplazaban hasta aquí Romanos o Cartagineses. A las tribus hispanas esto les venía de perlas... total, ¡si se iban a pegar de todas maneras! ; el principal inconveniente del asunto era la dificultad de manejar el conflictivo carácter de nuestros tatarabuelos... me explico: Los mercenarios hispanos tenían un absoluto desprecio por la cadena de mando; sí, en algún momento, celtíberos, vacceos o calagurritanos atisbaban en el horizonte la oportunidad de “pescar” botín o arreglar antiguas cuentas con los de la tribu de al lado... ¡el infortunado general que los mandase ya podía decir misa! Ni corto ni perezoso, el jefe tribal arengaba a sus soldados, se daba media vuelta y dejaba al Escipión de turno, compuesto y sin novia. Además, como la segunda especialidad hispana era cambiar de bando por cuatro duros, no era extraño que el comandante anteriormente abandonado se los encontrara ahora enfrente, amenazando con partirle la crisma, o incluso se le presentaran tras la batalla requiriendo muy dignamente sus jornales... por una batalla en la que no habían participado.

El caso es que, cuando los romanos se acostumbraron a nuestra particular forma de ser, descubrieron que, bien motivados y al corriente de cobro, los soldados de las tribus de aquí, constituían una inmejorable infantería ligera con la que llevar a cabo reconocimientos y persecuciones. En cuanto a la caballería, la facilidad con la que montaban los celtíberos también fue aprovechada por Roma, que les mandó a reforzar guarniciones y custodiar fronteras en lugares tan apartados como Germania o el Muro de Adriano. Pero, además, hay un tipo de guerrero netamente hispánico mucho menos conocido pero igual de importante y sugerente, ya que acompañaron a los mejores generales romanos de todas las épocas, y siempre salieron airosos de las tareas que se les encomendaban... a pesar de estar armados solo con una honda.

Sí... los honderos o funditores baleares figuraron entre la infantería ligera más solicitada de su tiempo... y también de las más caras. Los historiadores no se ponen muy de acuerdo sobre su origen y ni siquiera se sabe de qué pueblo acogieron tan insignificante arma pero lo cierto es que los yacimientos han puesto de manifiesto que alrededor del año 4.000 a. C., en Mallorca ya había gente tirando piedras y algo más tarde, en época cartaginesa, ya llamaban a sus habitantes los “Ba´le yarohs” que en púnico antiguo quiere decir algo así como “los maestros lanzando”. Cuando los romanos llegaron a las costas de la actual Baleares recelaron de su capacidad guerrera debido a la insulsa apariencia de pastores que se gastaban los nativos, pero pronto quedaron maravillados viendo atinar con la honda a niños que apenas levantaban un metro del suelo. Ahora ya no nos parece tan extraño, pues sabemos que estaban motivadísimos: sus madres les colocaban la comida colgada de una rama y no podían probar bocado si no conseguían derribarla con alguna de las tres hondas con las que iban armados.

Total, que los romanos, que eran listísimos, pronto se dieron cuenta del estrago que podría formar un grupo de buenos honderos en las compactas masas de bárbaros con las que se tenían que enfrentar un día sí y el otro también, y les contrataron; A partir de entonces un fuerte contingente de Baleáricos cruzó regularmente el mediterráneo para machacar a pedradas a hispanos varios, o cubrir las frecuentes retiradas a las que los romanos se veían abocados ante la fiereza de los “nosotros” de entonces. Cómo dieron muy buen resultado pronto les hicieron fijos y, para celebrarlo marcharon a la Galia como complemento a las extenuadas legiones de Julio César, el cual apreciaba sobremanera la frugalidad de sus nuevos soldados a la hora del almuerzo, así como su habilidad y precisión a la hora de lanzar piedras o balas de metal... ¡de hasta medio kilo!. Con el paso del tiempo y la evolución militar del Imperio Romano, que pasó de conquistar a defenderse, la contribución de estos peculiares soldados se hizo cada vez más prescindible. De todas formas, aún les quedaba por delante su mayor momento de gloria y, en cierto modo, el más y mejor recordado. Alrededor del 113 d. C. el emperador Trajano juzgó conveniente acompañarse de varios centenares de ellos para apoyar una gigantesca operación de castigo contra el rey dacio Decébalo. Durante la guerra, que fue durísima y sangrienta, una columna muy desprotegida de aprovisionamientos romanos fue descubierta por la caballería enemiga y atacada al instante. En la caravana figuraban casi cien honderos que, muy tranquilos, bajaron de los carros y las mulas, desenredaron las hondas y procedieron al noble deporte del "descalabro del dacio", con tanto éxito, que esto les bastó para aparacer esculpidos en uno de los mayores monumentos del mundo antiguo: la Columna de Trajano.
En cierto modo, siguen viviendo entre piedras...

miércoles, 1 de febrero de 2006

Los Cien Mil Hijos de San Luis

Angulema y Fernando... por este orden

Pero… ¿eran de verdad cien mil o es que los contó la COPE? ó ¿cómo se las apañaron para llamar a casa y decir que habían llegado bien? En realidad, el ejército expedicionario francés “sólo” tenía 95.062 hombres que entraron en España en 1823 para reponer en el poder absoluto y molón a Fernando VII, alias El deseado, y acabar con un trienio liberal que no iba demasiado bien, pero acabó como el rosario de la aurora.

Todo empezó tres años antes, cuando Rafael del Riego se sublevó en Cabezas de San Juan como colofón a la desconfianza sembrada entre el pueblo y, sobre todo, entre aquellos mandos que se habían dejado el alma durante la guerra de la Independencia defendiendo la causa del “deseado”. En injusto y miserable pago, desde su llegada, Fernando VII se había cargado de un plumazo todas las reformas que intentaban sacar a los españoles de su secular atraso, empezando por la Constitución de Cádiz. Riego, aprovechó que en los puertos gaditanos se preparaba un ejército expedicionario con el que hacer frente en Venezuela al General San Martín y, con la ayuda de una mayoría de oficiales de tendencias masonas, se levantó contra el Rey y contra lo que ese zafio ser representaba.

En un principio, Fernando intentó hacer frente a la situación pero una delegación de liberales se presentó en su palacio y exigió al Rey que jurase la Constitución por las buenas o por las malas. “El incapaz”, temiendo por su vida y aconsejado por algunos generales de su cuadrilla, lo hizo a regañadientes, solo para darse la vuelta acto seguido y ponerse a conspirar apoyándose en la ingente cantidad de dinero público que aún controlaba. Mientras tanto los liberales, un poco emborrachados de tanto éxito, no consiguieron encauzar sus buenas y mesuradas ideas para modernizar España y se acabaron imponiendo los rencorosos, los arribistas… los advenedizos: se requisaron propiedades, se encarceló a todo aquel sospechoso de conspirar y, sobre todo, se empezó a perseguir con saña al clero; craso error, pues España era aún un país de castellanos viejos, y el vulgo no aceptaba de buen grado a aquellos que cuestionaban la bondad del reino de los cielos.

En estas “El meningítico” hizo unas llamadas, y tras oír sus lamentos y quejidos, el Zar de Rusia, el Emperador de Austria, los Soberanos de Nápoles y Prusia, y el Embajador de Francia se reunieron con carácter de urgencia para tomar café, aprobando por unanimidad el inicio de inmediatas gestiones para devolver la situación española a su estado original, esto es, Fernando VII dando por saco y el pueblo español engañado, muerto de hambre e imposibilitado de hacer otra cosa que no fuera aprenderse el santoral. El 3 de abril de 1823, el Duque de Angulema, que era además de realista no era mala persona, atravesó el bidasoa y entró en España con los noventa y cinco mil gabachos; semanas más tarde había tomado Madrid, Barcelona, Zaragoza y La Coruña. El pueblo español, demostrando una vez más su innata capacidad para matarse entre sí, se lanzó a la calle al estúpido grito de “Vivan las caenas y muera la nación”, harto de liberalismo, de banales promesas y de conceptos políticos que, sobre todo, no entendía; durante el mes de julio se desencadenó en nuestro país una verdadera “represión civil” y se mató y encarceló a discreción. Angulema, escandalizado, intentó controlar la situación pero aparte de que ésta le superaba, cuando informó por carta a su Rey de que se mataban liberales por todo Madrid, Fernando le respondió: “Ya está bien. Sólo aseguraros que no deja de sufrir ninguno…”

Sólo quedaba Cádiz. Los liberales reunidos en Cortes ordenaron a los restos de su ejército una salida contra los franceses que acabó en un tremendo descalabro. Mientras tanto, Riego desembarcó en Málaga con la intención de levantar el ánimo de los suyos, pero la situación era desesperada. Las tropas francesas rodearon el Trocadero gaditano y desencadenaron un asalto frontal que consiguió abrir una brecha en las murallas. El 31 de agosto, Angulema entró en la ciudadela, solo para contemplar a millar y medio de compatriotas muertos, algunos aún en posición de cargar sus cañones. El general, muy a su pesar, siguió las instrucciones de su Rey: se desencadenó una represión brutal, los liberales apresados intentando huir a Gibraltar fueron ajusticiados, Riego fue ahorcado frente al madrileño "mercado de la Cebada” y los soldados franceses por fin pudieron emprender el camino de regreso a casa… quizás sin explicarse aún porqué debían de detenerse de cuando en cuando a impedir un saqueo, una violación o un asesinato… de un español contra otro.

Fernando VII “El tontaina” ha sido sin duda el peor, con diferencia, de todos los monarcas españoles. Su odio, su inquina, su oposición a todo lo que no fuera el más despiadado absolutismo, no conocía límites y destrozó una oportunidad única de modernizar y desarrollar a España y a sus ciudadanos. Sin este lastre es casi seguro que nuestro penoso siglo XIX hubiera sido distinto y mejor. Pero ni siquiera alguien como Fernando VII puede hacerlo todo mal y acertó en un par de cosas: En primer lugar dejó, sin proponérselo, un perfecto manual a las generaciones posteriores de cómo no se puede reinar bajo ningún concepto; si tiene oportunidad, Leonor deberá hacer justo lo contrario y España será feliz por los siglos de los siglos.

¿Sabéis cual fue la otra?