Diversas anforas y copas de vino
A los romanos, les encantaba el vino; de hecho, era la única bebida alcohólica que ingerían ya que odiaban la cerveza. Al igual que los soldados españoles del siglo XVI, que miraban con aprehensión la facilidad con que los lansquenetes alemanes perdían la vertical, a causa de las jarras y jarras del dorado brebaje con que acompañaban todas sus comidas, los legionarios romanos nunca se acostumbraron a la “San Miguel”, quizá porque sus enemigos galos, belgas y germanos no podían vivir sin ella. Para ellos la cerveza era una bebida de bárbaros, y Julio César se refería a ella como orín de caballo. Sin embargo, el vino era un producto de primera necesidad sin el cual una comida no podía considerarse tal. Para demostrarlo, ni en los peores momentos de las Guerras Púnicas, se interrumpieron las rutas marítimas que regularmente abastecían la metrópoli de caldos procedentes de Hispania, la Galia o Dalmacia – actual Yugoslavia – regiones que hoy, dos milenios después, siguen a la cabeza de la producción mundial de vino, tanto en cantidad como en calidad.
Como los romanos no entendían la comida como nosotros – de hecho, las más de las veces almorzaban de pie - y beber sólo siempre se ha considerado privilegio de borrachos, era al final del día cuando el vino alcanzaba su momento de gloria; una verdadera cena romana siempre comenzaba con una primera libación. Después, tras los entremeses, se ofrecía una especie de vino melado, el mulsum y, entre plato y plato, los ministratores, al tiempo que ofrecían panecillos calientes, llenaban multitud de copas con los más variados caldos, desde los del Vaticano y Marsella, ambos bastante flojos, hasta el inmortal vino de Emerita Augusta, que solía hacer estragos entre los menos acostumbrados.
El vino se guardaba en las mismas ánforas de barro que, días antes, habían sido descargadas por forzudos esclavos de las entrañas de los trirremes del puerto de Ostia. La abertura se obturaba con tapones de corcho o arcilla, asegurados con una mezcla de pez y resina para evitar que se perdieran los aromas; cada recipiente llevaba una etiqueta (pitaccium) indicando la procedencia y el origen de cada cosecha. Estos recipientes se descorchaban durante las fiestas y su contenido se vertía a través de un colador (clus) en una cratera con la que después se servía.
Ningún romano “decente” consideraría normal beber estos caldos en estado puro; los que lo hacían, tenían "mala reputación" y eran señalados con el dedo. Así pues, en la cratera, se mezclaba el vino con el agua que, dependiendo de la época del año, se había puesto a enfriar en la nieve o había sido previamente calentada. La proporción de agua en el vino oscilaba según el anfitrión de la fiesta pero generalmente alcanzaba cuatro quintos y, en cualquier caso, nunca estaría por debajo de un tercio. Cualquier relación inferior conllevaría la acusación de alcohólico para el mezclador.
Lo más fuerte, como casi siempre, llegaba al final. Una vez terminada la cena comenzaba la comissattio, una especie de borrachera protocolaria sin connotaciones negativas, que consistía en empinar el codo a discreción de la persona que presidía, la cual establecía tanto el número de copas que debían beberse como, sobre todo, el modo de beberlas: el tipo de brindis más de moda en tiempos de Adriano era aquel en el que el invitado de honor, el summo, debía beber tantas copas como comensales participaran en el ágape. Otro brindis muy solicitado se completaba alzando los vasos en honor de uno de los participantes las mismas veces que letras tenía en sus tria nomina (en este caso yo lo habría pasado mal...)
PD: Cuando digo que beber vino puro estaba mal considerado, no bromeo. El alcoholizado del siglo I d.C. ocuparía un puesto en la escala social muy parejo al del drogadicto del siglo XX. De hecho, la palabra Abstemio viene de Abs - tementum, literalmente "sin vino puro" y era considerado un piropo...
7 comentarios:
Don Luís, ¡es usted un abstemio!.
Y no es sólo un piropo. Entre mis variadas ocupaciones actuales, propias de jubilado, me dedico a una bodega...
¿Sabe donde exportamos más?. ¡A Japón!. ¿Y sabe quienes nos están haciendo una competencia feroz?. Los vinos californianos, chilenos y australianos..
Pero como dices, beber solo no es bueno.. Lo hacen para olvidar y consiguen recordar. ¡Así que la cena es mía!.
Dame tiempo y asistirás a una cena en mi "blog". Eres el primer invitado. El resto, mujeres..
¡Dios nos ampare a los dos!.
Bueno, bueno...a mi también me apasiona el mundo del vino aunque mis conocimientos alcanzan poco más o menos que para distinguir el blanco del tinto. Entre los primeros de precio asequible, disfruto con un MUGA del 99. ¿Alguna sugerencia en cuanto a los blancos?
Quise decir "..entre los segundos". El Muga, es tinto
¿Rioja, eh?. Pues al final está mi recomendación. Cariñena, si, aunque nada tiene que ver con la idea que se tiene de ellos.
Pero lo que recomiendo es no beber denominaciones de origen -¡un Rioja!- sino vinos concretos -tipo, bodega, añada- y no comprar porque nos suene el nombre sino ir probando y adquiriendo lo que nos guste.
¡Y, sobre todo, no guardar!. ¡¡Anatema!!. Destruyamos los trasteros y los "panales guarda botellas".
El vino se compra en una bodega de confianza y se bebe.
http://www.apoloybaco.com/vinosblancosurbezochardonnay.htm
caboblanco, te encontré. Por ahora sólo un saludo voy a leerte :)).
¡Que berrinche! Lo que me he estado perdiendo por poner mal el enlace en los comentarios de turulato (siempre pinchaba para curiosear).
Hace unos días estuve estudiando el imperio romano, me lo hubiera ahorrado si me hubiera pasado por aquí, ¡es imperdonable!
De todas formas, más vale tarde que nunca, estoy encantada con encontrarte.
Un saludo Maruja. Espero que este sea el comienzo de una gran amistad ¡Ah! y quiero lectores activos, que un comentario sincero no cuesta nada y significa mucho...
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