Nos habíamos quedado con el tal Porsenna declarando la guerra a la incipiente República Romana y, por ende, siguiendo el juego de la clase dirigente romana a la que una guerra venía de perlas para hacer recaer en el enemigo exterior la causa de todos los males interiores. No se sabe con certeza como se desarrolló el asunto pero, dada la situación que lo desencadenó, no es difícil imaginar los motivos que el depuesto monarca expuso a su hospitalario anfitrión para inducirle a prestarle ayuda. Uno le recordaría a Tarquinio que, a pesar de portar sangre etrusca, había atormentado a Etruria hasta reducirla casi por completo bajo su dominación. Pero El Soberbio probablemente le respondió que, en el mismo momento que sus dos predecesores hacían romana a Etruria, también y, en cierto modo desde dentro, hacían etrusca a Roma. En fin, que como en la mesa de negociaciones todo se olvida y pactos más extraños ha habido a lo largo de la historia (Hitler – Stalin, Figo – Florentino Perez…), ambos mandatarios juntaron recursos y energías y lanzaron sus hombres contra Roma que, por enésima vez, se veían obligada a defenderse.
Esta vez la lucha no se desarrolló entre potencias extranjeras, sino entre dos ciudades rivales, hijas de la misma civilización. Pero la época en que comerciantes, artesanos y mercaderes de Tarquinia, de Arezzo, de Chiusi emigraban a Roma alcanzando en ella posiciones de privilegio bajo el manto protector de los Tarquinios había pasado ya, y ahora la ciudad volvía a estar controlada por aquellos latinos y sabinos zafios, avaros y desconfiados, reaccionarios e instintivamente racistas, que habían alimentado siempre un odio sordo hacía la burguesía etrusca, liberal y progresista. El caso es que Porsenna, que por su comportamiento parece además de un buen general, un sagaz y habilidoso político, seguro que cayó en la cuenta de que, especialmente en el Lacio y la Sabina, a la gente le dolían los huesos de los puntapiés recibidos de los soldados romanos; Probablemente se aseguró el apoyo de todas esas ciudades, fomentó las actividades de una quinta columna monárquica que ya operaba en la misma Roma y encontró en Tarquinio la excusa perfecta para sacar a las tropas de los cuarteles.
Al prinicipio, la guerra anduvo mal. Los moradores de varias ciudades sabinas y latinas degollaron a las guarniciones romanas y unieron sus fuerzas a las de Porsenna, que llegaba del norte al mando de un ejército confederado, al que media península italiana había mandado gustosamente contingentes. Contra esta invasión, si hacemos caso de los historiadores romanos, Roma hizo maravillas. Mucio Escevola, que había conseguido colarse en el campamento de Porsenna con la intención de asesinarle, falló el golpe, y castigó por sí mismo su mano falaz poniéndola encima de un brasero ardiente. Horacio Cocles bloqueó el solo a todo un ejército a la entrada de un puente sobre el Tiber, que sus compañeros iban destruyendo a sus espaldas. Pero la guerra se perdió y las evidencias arqueológicas así lo prueban; la derrota fue total y la rendición, incondicional.
Tarquinio, más contento que unas castañuelas, empezó a hacer las maletas con la intención de volver a la ciudad y devolver tantas ofensas hacia él y los suyos pero su protector tenía otros planes y le dijo aquello tan socorrido de “…pues va a ser que no”. Porsenna era cualquier cosa menos tonto y sabía que una nueva restauración monárquica no traería más que dosis adicionales de dolor y sangre. Agradeció al ex-rey los servicios prestados, le puso unos fajos de billetes en su zurrón y le "invitó" a embarcar en un barco para disfrutar de un crucero por varias islas griegas de las que, por cierto, nunca volvió.
Roma tuvo que restituir a Porsenna todos los territorios etruscos y pagar una cuantiosa indemnización de guerra; los orgullosos romanos volvieron a casa con la cabeza baja, solo para vez como aquel incipiente Imperio de suyo, eu una pocas semnas, volvía a ser un pequeño distrito que al norte no llegaba hasta Fregen y al sur se detenía antes de Anzio. Era una gran catástrofe y Roma necesitaria un siglo para recobrarse; pero lo haría...¡y de qué manera!
Son curiosos los episodios del aquellos Escevolas, Coclés y demás héroes legendarios. Su exaltación constituye uno de los primeros ejemplos documentados de "propaganda de guerra". Cuándo un país sufre una derrota, inventa o exagera gloriosos episodios sobre los que llamar la atención de sus contemporáneos y distraer a estos y a las futuras generaciones del resultado final y conjunto. España se sacó un verdadero "master" sobre esta disciplina a lo largo de nuestro penoso siglo XIX aunque, desgraciadamente, en algunas ocasiones no hizo falta exagerar un ápice ¿un ejemplo?...uhmm...poned en Goggle "Filipinas" y "Baler".
Una pena.
2 comentarios:
"...El caso es que Porsenna, que por su comportamiento parece además de un buen general, un sagaz y habilidoso político..."
Te aseguro que para rodear la cintura con una faja de seda roja hay que hacer "muuuuuuuuuuuuuuuuuuucha" política.
El problema aparece cuando un "político", y sólo eso, se convierte en general...
¡Qué el buen Dios nos proteja!
Totalmente de acuerdo.
Eisenhower o De Gaulle son buenos ejemplos de la evolución de gran general a buen político.
Sadam Hussein es más bien un ejemplo de lo segundo que comentas...
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