lunes, 26 de noviembre de 2007

Hacienda ya eran todos

Carlos II y su banquero Fugger - ¿Durero?

Soy Director Financiero.

Sí… ya que no es precisamente la profesión más glamurosa del mundo, pero ¡que queréis que os diga…! para alguién que, de pequeño, no quería ser ni astronauta, ni policia, ni bombero, ni nada un poquito sandunguero, conseguir hacer algo medianamente bien y encima vivir de ello es todo un éxito. Además, si bien con esto se liga poco -… más bien tirando a nada – tiene sus cosas buenas; para empezar, eres el encargado de pagar la nómina, esto es, eres todopoderoso… la gente, al verte avanzar hacia la máquina de café, tiende a apartarse de forma algo incosciente, dejando libre un violento pasillo, que a uno le dan ganas de recorrer en papamóvil, saludando a lo Leticia Ortiz. Esta malsana sensación de poder le empuja a uno hacia ciertas corruptelas más o menos inocentes, como archivar la hoja de gastos del pesado de turno lo más abajo posible del montón o, por el contrario, ser extraordinariamente diligente a la hora de liquidar las comidas a esa compañera que todos tenemos, y que está como una flor…

Sin embargo, el cargo también tiene un puñado de fuertes servidumbres; si tienes la suerte de estar en una compañía fuerte y saneada, tu trabajo seguramente se volverá cada vez más aburrido pero tu salud mental se resentirá mucho menos que si, por ejemplo, tus claves bancarias solo abren la puerta de la miseria más absoluta. Suerte que, a mí, un antiguo jefe – y como tal, un hijo de la gr… - me dio, de forma totalmente gratuita, un pedazo de consejo:

- Usted – Me dijo… - lo que tiene que hacer es respetar los dos grandes mandamientos de la dirección financiera.

- ¿Y cuales son, Maestro…?

- Primero, mejor pagar tarde que pronto y, segundo, para que el dinero lo tenga otro lo tengo yo. Si los sigue, cosa bien sencilla, usted tendrá siempre trabajo.

El caso es que, una vez analizado el asunto con el paso de los años, tan sencillo no es. Si todo el mundo siguiera este corolario, el universo entero entraría en suspensión de pagos y además, el problema de cuadrar las cuentas ha perseguido al hombre desde el inicio de los tiempos, sin excepción siquiera de los financieros de, por ejemplo, Felipe II, a los que el trabajo les quedaba, como mínimo, pelín grande.

En aquellos días la Hacienda Pública estaba al cargo del Consejo de Hacienda y ante la dificultad de cobrar impuestos, los derechos de recaudación se alquilaban al mejor postor, con el nombre de encabezamientos. Este primitivo sistema presentaba ciertas ineficacias: como los recaudadores pagaban elevados canónes, la sangría a la que sometían a los pobres paisanos era directamente proporcional a su codicia. Además, ante la dificultad de transportar el numerario, las rentas conseguidas se solían consumir en el lugar de recaudación, con lo que, de solidaridad territorial… ¡na de na!

Los que podríamos llamar impuestos indirectos, funcionaban algo mejor. El equivalente a nuestro IVA, la alcabala, era una tasa fija que gravaba, sobre todo, el comercio y el transporte de mercancias. El tipo impositivo era más o menos del 10% y, seguramente, fuese el impuesto más odiado por nuestros abuelos ya que, ante la imposibilidad de actualizar los tributos calculando la inflacción, se tendía a crear nuevos impuestos que acababan determinando un aumento porcentual de la alcábala. Por último, además del Rey, tenían potestad para recaudar impuestos los nobles y la iglesia a través del diezmo con lo que, en determinados momentos era más sencillo comer todos los días si no tenías nada, que si tenías dos duros.

Pero bueno… como seguíamos “a two candles”, el Solbes de turno fue apretando la tuerca cada vez más. A medida que el comercio con las Índias cobraba más y más importancia, se extendió al tabaco y otros productos el sistema que ya triunfaba con el azufre, el azogue o el plomo… esto es, el de los estancos o monopolios comerciales, tanto en la producción como en la venta, a favor del Estado. También se reclamaron servicios o impuestos extraordinarios e incluso impuestos, ya en desuso como el de la sisa, que consistía en entregar menores cantidades de productos básicos, cobraron de nuevo gran importancia.

El caso es que por mucho que se recaudara, las necesidades financieras de España y su Imperio, sobrepasan con mucho las posibilidades de unos reinos poco poblados y cada mes con menos brazos trabajando en la ganadería, la agricultura o la artesanía. Poner una pica en Flandes, o mejor dicho, entre 6.000 y 8.000 picas o soldados de infantería españoles en los Países Bajos venía a ser como movilizar a la 82th división aerotransportada a Kerbala o Kirkuk… y, al igual que a los norteamericanos, nos lucía más bien poco. Felipe II lo intentó solucionar con empréstitos primero, y luego endeudándose con cargo al oro de las Índias. Esto solo sirvió, empero, para que la sangría en los pantanos y ciudadelas neerlandesas no se detuviera nunca, para que banqueros como Gentile, Spinosa, Fugger o Cueñas se forraran con estrépito y para que España se declarara sucesivamente en quiebra, un año sí y otro también, desde 1557…

… básicamente para nada.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Valeria

Valeria es un hermoso nombre latino que, etimológicamente viene a significar valioso o valeroso. Si hacemos caso a esas tarjetitas que venden en las tiendas de regalos – sí… esas que comprábamos cuando éramos más jóvenes y nos quedaba algo de calderilla del bote del cumpleaños… - las personas así llamadas son tremendamente perfeccionistas, más bien recatadas y bastante tímidas. Su trato con los demás, dicen que es frío y distante, tienen un gran sentido del deber, de la previsión y de la prudencia y, en la vida progresan lentamente, pero de forma certera. A mí, estas cosas no pueden dejar de motivarme una amplia sonrisa: el que una persona, con sus sensaciones, vivencias y comportamientos a cuestas, pueda ser “así” o “asá” por causa de un apelativo que ni siquiera se elije por propia voluntad, me parece la “repera”... pero, en fín, a los humanos nos vuelven locos estas pequeñas gotas de irracionalidad.

Afortunadamente, Valeria es también el nombre de algo mucho más palpable e indiscutible, uno de los conjuntos arqueológicos más importantes – y a la vez más desconocidos - de la península al menos en lo que a la Hispania Romana se refiere. Llegar es sencillo… una vez en la carretera de Valencia basta coger el desvio de Arcas y atravesar la propia Arcas, Tórtola y se llega a Valeria. La ciudad fue fundada en el año 94 a.C. por el procónsul Valerio Flaco, un militar romano bastante molón que tuvo muchísimo éxito a la hora de someter a nuestros tatatarabuelos, que por aquel entonces andaban pelín asalvajados en lo que hoy en día es la actual provincia de Cuenca. La ciudad nació con una clara finalidad romanizadora y muy pronto se convirtió en un importante centro comercial y político.

Pero... ¿Qué es lo que hace que merezca la pena visitarla? Pues creedme, infinidad de cosas; Por un lado conserva restos en muy buen estado de uno de los ninfeos o fuentes monumentales más grandes de todo el Imperio romano. Dichas construcciones estaban dedicadas a las ninfas y no eran muy usuales por lo que su valor, en este caso, es doble. Además, su foro está considerado como uno de los mejor conservados que existen en la península ibérica, conservándose restos de diferentes épocas y estilos, con lo que es sencillo imaginarse como cambió de apariencia según se fueron añadiendo modificaciones estéticas. Las últimas excavaciones – que desgraciadamente avanzan al mismo ritmo que el de las administraciones públicas que las sufragan, es decir, más bien cansino… - se han centrado en completar las excavaciones del mencionado foro y el área monumental de esta antigua ciudad donde se ubicaban la mayor parte de sus edificios públicos. Gracias a ellas, se ha recuperado la práctica totalidad de la planta y los cimientos de lo que debió ser una magnífica basílica, además de otro gran edificio, de planta rectangular y formado a partir de dos grandes naves, que fue destinado a servir como "domus pública", es decir a su uso por parte de los magistrados municipales para impartir justicia o celebrar los más variados saraos y actos institucionales. Por último, Valeria se esfuerza en hacer participar al visitante de su belleza y de sus historia, y periódicamente acoje todo tipo de actos culturales que van desde charlas y recreaciones históricas hasta representaciones teatrales.

Pero, no es precisamente todo lo que os acabo de contar lo que hace casi imprescindible darse una vuelta por Valeria… amén de todo lo que visual y culturalmente nos pueda ofrecer, la ciudad, junto con el paisaje y su atmósfera, es capaz de transportarnos hasta épocas pasadas y hacernos rememorar imágenes de las que nunca pudimos ser testigos. Y, lo más importante, Valeria es capaz de fabricar en el que la ama miradas como la que yo hace poco tuve oportunidad de contemplar; miradas fugaces pero penetrantes e inmensamente hermosas… rayos de un verde cautivo que anulaban la razón y solo animan a concentrarse en su dueña…

Verdes, verdísimos…

martes, 20 de noviembre de 2007

El fabricante de viudas

Sumbarino usado en el film, americano, por supuesto...

Cuando los norteamericanos parieron su primer submarino nuclear, el Nautilus, a los rusos les entró, de forma irremediable y con carácter de urgencia, una descomposición espectacular. En aquel entonces los sumergibles funcionaban a base de una dualidad de motores diesel y eléctricos lo que ocasionaba, en resumidas cuentas, que cada tres por cuatro tuvieran que emerger para poner en marcha sus motores, recargar sus baterias y reabastecer así su sistema vital. El problema es que, teniendo en cuenta que la principal virtud de estas máquinas es la furtividad, el que un submarino deje de ir sumergido – valga la rebundancia – es como si un francotirador fuera por la selva congoleña vestido de lagarterana. Los rusos – o soviéticos, que uno ya no sabe... – aceptaron el reto porque en aquel mundo bipolar y en cierto modo más seguro que ahora, moverse equivalía a no salir en la foto y cuatro años más tarde, en 1958, pusieron la quilla de la primera de sus contrapartidas. Esos primeros sumergibles soviéticos eran, si los medimos por baremos occidentales, de auténtico chiste: portaban únicamente tres misiles, enormes eso sí, y la tarea de acomodarlos en el casco resultó como meter a un hipopótamo en un seiscientos; además, tenían muy poco alcance por lo que las naves portadoras tenían que colocarse extremadamente cerca de su objetivo – Estados Unidos – para poder lanzarlos, tarea no exenta de riesgos y que requería... ¡Diecisiete minutos con el submarino en superficie!. Los norteamericanos, aunque contemplaron de forma algo displicente su última amenaza, se tomaron el aviso muy en serio y catalogaron a estas naves con el sobrenombre de clase “Hotel”... sin saber que uno de ellos se iba a convertir en el submarino más famoso de la historia.

El K – 19 fue el quinto submarino de la serie, y llevaba ciertas modificaciones que debían de haber hecho de él, el más complejo y potente de la flota del norte. Sin embargo, sufrió tal suerte de problemas, avatares y extraños sucesos durante su construcción, que asignarle el calificativo de “gafe” puede calificarse de extremadamente benigno. Mientras la nave estaba aún completándose en los astilleros, una serie de pruebas efectuadas en su reactor nuclear causaron que dos tripulaciones completas mostraran signos de contaminación radioactiva. A la tercera, por supuesto, hubo que traerla primero engañada, y más tarde, prácticamente a punta de pistola. El 4 de Julio de 1961, ya con el K – 19 en mar abierto – a causa de la insistencia de los almirantes rusos en efectuar maniobras de combate “reales”... almirantes que, que duda cabe, no iban dentro de semejante trasto – se detectó una nueva fuga en el reactor que contaminó a cinco tripulantes que entraron en los compartimentos contaminados a sabiendas que iban hacia una muerte cierta. El capitán pidió ayuda por radio y el submarino fue remolcado bajo una lona para evitar que los aviones de reconocimiento enemigos pudieran proporcionar a los periódicos de la mañana siguiente la portada del siglo...

Pero, como el hombre es el animal que tropieza con el mismo canto las veces que haga falta, el 4 de febrero de 1972 y, con la mayoría de las imperfecciones y defectos de la nave aún sin solucionar – y ya habían pasado 11 años... – el K – 19 volvió a salir de puerto, esta vez para patrullar las aguas de Terranova. Tres días más tarde, sufrió un incendio, posiblemente a causa de que el cableado de la nave no era adecuado para contener la intensidad de la energía eléctrica que necesitaba el submarino. En un principio los marineros pudieron contenerlo pero, el deficiente equipo de seguridad favoreció que el fuego se extendiera y alcanzara al reactor nuclear. Apagar el incendio costó la vida a 28 tripulantes – de 104... – y más de la mitad fallecieron a los pocos años, víctimas de cáncer.

El K – 19, el “Widowmaker” de la versión cinematográfica, ha dado para infinidad de libros, media docena de documentales, dos películas pero, curiosamente y hasta donde se sabe, no motivó la asunción de responsabilidades por parte de ningún miembro del alto mando de la marina soviética. El capitán, no obstante, si tuvo oportunidad de pasar años añejos purgando penas en algún gulag siberiano, vaya usted a saber porqué...

La Unión Soviética ha perdido infinidad de sumergibles a lo largo de la historia, más, sin duda, que la suma de todos los accidentes sufridos por el resto de usuarios de estos ingenios.

Hasta hace bien poco, las posibilidades de rescatar con vida a los marineros atrapados en uno de estos accidentes, eran nulas.

El mar dará a cada hombre una nueva esperanza - Cristobal Colón

domingo, 18 de noviembre de 2007

Cría cuervos

Juliano el Apóstata presidiendo una conferencia, por Edward Armitage (1875)
Hace años tuve la oportunidad de visitar una fábrica de zapatos cerca de Elche. El dueño, un valenciano saleroso, portador de una sonrisa que le daba la vuelta a la cara, procedió a mostrarme su “pequeño Imperio”; en varias naves trabajaban más de doscientas personas, cosiendo, remachando y cortando cuero. Al mismo tiempo y de forma muy emotiva, me bombardeaba con decenas de datos de facturación, ventas y beneficios, para sin solución de continuidad, conducirme hasta un patio interior donde descansaban tres vehículos de altísima gama. Eran los últimos días de diciembre y, efectivamente, esos tres preciosísimos coches esperaban a ser entregados la víspera del advenimiento de nuestro señor. Mientras un servidor abría la puerta de uno de ellos y tomaba asiento, con algo de respeto y bastante envidia mal disimulada, le pregunté francamente al valenciano: - ¿Qué, y no nos retiramos a descansar de una vez?. El pobre hombre, algo molesto de que alguien le llamará viejuno en su propia casa, afeó el semblante y me espetó: - No... no hasta que no consiga vender la compañía – Sorprendido, me le quede mirando sin saber muy bien que decir, ya que conocía a sus tres hijos, y los tres manejaban en su cabeza la posibilidad de regentar la compañía en plazo más o menos breve. Él, viéndome en un brete, me ahorró una segunda pregunta y dijo: - Ninguno tiene idea del negocio... saben lo que vale un BMW pero no un zapato, y yo vendo calzado, no coches... y no quiero que se maten, al menos, no mientras yo viva.

A algún emperador romano le hubiera mejor de haber escuchado a este sabio valenciano; Constantino fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de 30 años, todo un logro teniendo en cuenta que en aquellos años, morir de viejo era pura casualidad. Pero, como en tantas ocasiones, dilapidó toda una vida de trabajo al dividir el Imperio entre sus tres hijos y sus dos sobrino – nietos. Intentar resumir lo que pasó en aquellos años es pura alquimia; me conformo con indicar que, con el cuerpo del gran Constantino aún caliente, empezaron los bofetones entre sus vástagos, y que parece que un tal Constancio fue el que consiguió llevarse la mejor parte. Una vez eliminados los nietos consiguió una alianza de pura conveniencia entre sus hermanos, con la sanísima intención de que se mataran entre ellos y él pudiera recoger las migajas de la forma más incruenta posible; El asunto le salió bien a medias, puesto que consiguió eliminar a uno de sus rivales pero, sin embargo, el otro se reforzó de forma superlativa.

Los dos hermanos que quedaron respondían a los nombres de Constante y Constancio. Era una especie de Pixie Dixie del Imperio romano pero con bastante menos gracia ya que se llevaban a matar. Uno era un buen general, pero irreverente, zafio y con más vicios que una garrota; El otro, respondía al patrón del buen funcionario pero era gris y con más bien poco uajo. Cuando el segundo se iba a lanzar contra el primero, un usurpador, Vetranio, le ahorró parte del trabajo eliminando a su hermano, para inmediatamente poner cara de ... “bueno, al fin y al cabo es lo que ibas a hacer tú” pero, como con las cosas de la familia no se juega, a Constancio se le inflaron aún más las meninges y decidió vengar a su hermano.

Así hubiera sido, de no haber mediado el Rey Persa Sapor, enemigo de antiguo de los romanos y piedra en el zapato durante los últimos años para las legiones romanas. Con la amenaza persa “ad portas”, los dos rivales, Constancio y Vetranio, hicieron las paces, unieron sus ejércitos y la emprendieron contra un tal Magnencio, especie de hombre de paja del rey persa en su loca carrera hacía el Imperio. Ambos ejército se encontraron en una llanura cerca de la actual Budapest, y se dieron hasta en el cielo de la boca. Constancio prevaleció, perdonó a Vetranio – suponemos que con un buen aguinaldo de por medio – y empezó a reinar.

A Constancio, la historia no le ha tratado bien, suponemos que a causa de su padre, tan esplendoroso, magnífico... y cristiano. Sin embargo, en cierto aspectos, tenía una personalidad aún más fuerte que su padre, era justo, celoso de sus deberes y, aún considerando la guerra un acto repugnante, cuando en las fronteras bramaban las trompas, era el primero en “arremangarse” y acudir espada en mano para dejar las cosas en su sitio. Más, semejante derroche de esfuerzo y sacrificio no consiguió enganchar a su pueblo, más acostumbrado a dirigentes más sandungueros. En cierto modo, se asemeja a Felipe II de España o a Francisco José de Austria; Como ellos, era piadoso y caritativo... pero le faltaba la tercera de las virtudes teologales, la esperanza, y así, pesimista por naturaleza y sin herederos conocidos, se acercó por un villorrio de Capadocia, donde malvivían los dos últimos elementos de la progenie de Constantino: Galo y Juliano.

Constancio eligió al primero, quizá por eliminación. Inmediatamente, Galo se reveló, no solo como un incapaz sino como un peligroso sádico que no se contentaba con ejecutar hombres sino poblaciones enteras. Constancio, sobresaltado, le tendió una emboscada y le decapitó, para acto seguido elevar a los altares a Juliano, al que juzgaba aún más incapaz que a su hermano. Pero, casualidades de la vida, acertó: Juliano era un hombre duro, vital y generoso, que llamaba las cosas por su nombre pero que no derramaba una gota de sangre de más, si no era verdaderamente imprescindible. En una de estas, y con los persas de nuevo a la gresca, Constancio le pidió la ayuda de sus tropas y le conminó a renunciar al trono. Juliano vaciló, seguro que poco a dispuesto a perder aquello que, aunque de rebote, le había correspondido. No hubo guerra porque Constancio murió de camino a la batalla decisiva. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con estupor que había designado como heredero a aquel al que se dirigía a matar. Juliano, de luto riguroso y llorando a lágrima viva sobre el féretro, le obsequió con los funerales más espectaculares de la antigüedad... Una hermosa comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.

A juliano, que solo pudo reinar veinte meses, se le ha dado una importancia desmesurada, mitad porque escribía a las mil maravillas, mitad porque se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo. Lo cierto es que era cristiano y – al menos eso parecía... – de los fervientes. Pero muy paganamente, consideraba a la iglesia una creación de los hombres y se propuso controlarla a toda costa. Muy influenciado por una serie de cristianos poco piadosos que conoció en su adolescencia, confundió a los pastores con el rebaño, y posiblemente cultivó la “sana” intención del retorno al paganismo como religión oficial del Estado. Pero todo retorno, en política, es ya un error.

Mientras Roma se debatía entre creyentes y ateos, con la gente dirimiendo sus disputas a pedrada limpia, el apóstata se preparaba para dar la última lección a los recalcitrantes persas. Aquella difícil y peligrosa expedición empezó bien pero sucumbió ante las terribles fortificaciones de Ctesifonte. Juliano, parafraseando a Cortés, quemó sus naves y abatido, ordenó el regreso del ejército, más abatido aún. En la retirada, un pequeño dardo persa atravesó el hígado de Juliano y éste, al intentar sacarlo, ensanchó la herida provocando una hemorragia mortal. Dicen que en su lecho de muerte, metió la mano en la herida y, sacándola empapada de sangre, exclamó con rabia: “Venciste Galileo”...

... aunque probablemente no es cierto.

martes, 13 de noviembre de 2007

Regreso al futuro

Odoacro, autor desconocido

Recientemente, un sesudo estudio ha concluido que, sin duda ninguna, los inmigrantes son responsables del 65% de los delitos que se cometen diariamente en nuestro país. Semejante dato me llena de orgullo y satisfacción, ya que demuestra de forma irrefutable que, es evidente, los españolitos nos limitamos a dejar que nos aligeren la cartera. En este dato, sibilinamente, va incluida la segunda parte del corolario… esto es… que si no hubiera emigrantes nos ahorraríamos ese 65% de delitos. Llegados a este punto se me ocurren una serie de reflexiones: supongo que en España, hace 50 años, la práctica totalidad de los delitos los cometían nacionales con lo que, de seguir el razonamiento, para acabar con la delincuencia nos bastaría dejar el suelo patrio como un erial. Por otro lado, el dato aporta otra gran dosis de tranquilidad por cuanto es bien diferente, bien lo sabe Dios, que te robe un boliviano a que te desvalije un marroquí… ¡Como si hubiera mucha diferencia entre que te arranque la pantorrilla un pastor alemán o un pitbull! Para acabar de redondear el asunto, el pasado sábado estuve en un “Vips”, en un “Starbucks” y en unos grandes almacenes… y les puedo asegurar que la práctica totalidad del personal de seguridad provenía de la otra orilla del Atlántico. Pero… ¿no habíamos dicho que estos son los que nos roban? ¿Y les ponemos a guardar las gallinas?...

Tranquilidad... Los “argumentos” anteriores no son más que una suerte de pensamientos al primer toque, una retahíla de exabruptos intelectuales poco macerados que responden, no obstante, a un asunto de candente actualidad y que, seguramente, parafrasea una situación parecida ocurrida hace muchos cientos de años. En la Roma imperial convivían una variada colección de “nacionalidades”, seguramente, tan variopinta o más que la que se pueda encontrar hoy en día en, por ejemplo, el madrileño barrio de Lavapiés. Los romanos, quizás influenciados por su natural tendencia a abreviar, calificaban como bárbaros a todos aquellos pueblos a los que se enfrentaban porque les resultaban inferiores en campos como la agricultura o la escritura pero, sobre todo, porque la mayoría carecían de la más mínima organización política y eso, para un romano, era la más miserable de las existencias. En un principio, insisto, bárbaro sólo significó extranjero pero según la penetración de estos pueblos en el devenir romano se iba haciendo más y más evidente, los hijos de la loba se mosquearon y empezaron a usar el calificativo de la forma más despectiva posible.

Y que conste que Roma no era en sí misma una sociedad racista; si uno echa mano de los escritos de un Tito Livio o un Lucano, puede inferir que, al igual que en la actualidad, el componente discriminatorio romano tenía un fuerte matiz económico... exactamente igual que ahora, y en cierto modo les venía dado a consecuencia de la gran cantidad de esclavos que era necesaria para que su economía no se colapsara. Pero, si dejamos momentáneamente de lado la esclavitud – por difícil e incluso injusto que ello pueda ser – podemos empezar haciendo notar que Roma nació como una sociedad multiétnica, compuesta de sabinos, latinos y etruscos. Según el Imperio fue avanzando, hubo momentos en que los destinos de Roma, que era tanto como decir del mundo mundial, eran regidos por emperadores árabes – Filipo – africanos – Séptimo Severo – o hispanos – como Trajano; Uno de los más grandes generales de este último, Lucio Quieto, que literalmente se dejo en alma en las montañas de la actual Rumania, era de color, vamos... negro. ¿Es acaso posible en Europa imaginarse una Alemania, una Gran Bretaña o una Francia, gobernadas por un turco, un hindú o un argelino?

Esta integración – no debemos engañarnos – tuvo también un matiz de obligada necesidad: como en la actualidad, determinadas profesiones o trabajos empezaron a tener una nula aceptación por parte de las nuevas generaciones romanas, más preocupadas de seguir estudiando hasta los 35. El destino que esperaba a un colono, un marinero o un legionario tenían tan poco tirón que paulatinamente hubo de echar mano a extranjeros... a bárbaros. Los próceres romanos seguro que pensaron que era mejor que estuvieran a sueldo de sus propios dineros, que dejar que muertos de hambre rememoraran viejas amistades con sus primos del otro lado de la frontera. A consecuencia de este fenómeno, en las legiones romanas empezó a predominar el componente foráneo e incluso determinadas unidades estuvieron compuestas en su totalidad por no romanos, conservando en la mayoría de los casos una representación itálica casi testimonial. Naturalmente, dichas unidades combatían como Julio Iglesias... a su manera, lo que motivó que a medio plazo, no hubiese ninguna diferencia palpable entre los bárbaros que luchaban por entrar y aquellos que intentaban que aquellos no lo consiguieran.

Este matrimonio de conveniencia funcionó durante más de un siglo pero a principios del V d.C la presión de estos pueblos se hizo insoportable y las invasiones más o menos cíclicas se convirtieron en movimientos migratorios sin solución de continuidad. Ninguna estructura social compleja – y el estado romano lo era, con su burocracia, su gobierno y su economía – podía soportar una presión de ese nivel; el latín se empezó a hablar de mil y una maneras, el numerario se volvió ininteligible y el gasto militar se hizo insoportable generando una presión fiscal demencial que provocó una fractura social de tal calibre, que se acabó “cepillando” la clase media y acabó generando una hecatombe demográfica que hizo que el Imperio perdiera – se dice – un 15% de su población durante el mencionado siglo. Lo demás es por todos conocido: más bárbaros, más asedios, más guerras... hasta que en el 476 d.C. Odoacro entregó el finiquito a Rómulo Agústulo.

En mi opinión – que petulante... - los bárbaros no querían destruir Roma sino formar parte de ella. Si esto finalmente hubiera sido así, los pararelismos con la situación que hoy se vive en la Europa ¿rica? a la que pertenecemos por obra y gracia de Cobi y la Expo 92 es aún mayor; Los bárbaros querían – y los inmigrantes seguramente quieren – participar del bienestar de una civilización en cierto modo más avanzada que la suya. El peligro que hubo entonces – y que para algunos puede haber ahora – es que si todos acaban viniendo, el resultado puede ser miseria para todos... y si en las sociedades de acogida acaban alzando la voz determinados salvapatrias e iluminados, se pueden levantar impenetrables muros de intolerancia y discriminación que acaben dando lugar a a ínsulas de odio y rencor.

¿qué?