miércoles, 27 de febrero de 2008

Triunfar

"El triunfo romano", de Rubens

Curiosa la idea que tenemos en la actualidad sobre aquel o aquellos que triunfan en la vida... Esta sociedad que tenemos, que obliga a buena parte de su población a tener que hacer tres trasbordos para llegar a trabajar, a ser afortunados poseedores de una hipoteca “gatuna” – esto es, que es necesario tener siete vidas para pagarla – o a medir el éxito profesional por lo que te cuesta la guardería en la que se aparca a los niños de ocho de la mañana a ocho de la tarde... se ha inventado una curiosa constraprestación con la que calmar al populacho: la posibilidad de triunfar… pero... ¡cuidado! no de la manera que pensamos; no caigamos en la tentación de que nuestro entorno social favorece el conocimiento o la virtud... ¡no, no, no!... nuestra sociedad favorece el resultado, independientemente del camino que se haya recorrido para llegar hasta él, o los méritos acumulados en tan complicado viaje. Al contrario que la antigüedad, donde el conocimiento era un objetivo a conseguir por sí mismo, con independencia de que luego se aplicara una, cien o mil veces, y se perseveraba en él toda la vida, actualmente se ha convertido en una excusa con la que escalar lo más alto en el menor tiempo posible, generalmente hasta que uno llega al límite de su propia incompetencia... Una vez allí, lógicamente, con el tiempo se nos empieza a ver el plumero pero, con suerte, estaremos rodeados de más incompetentes como nosotros con lo que saldremos beneficiados por el más común de los corporativismos... el de los mediocres, y con suerte, acumularemos el suficiente tiempo en nómina para ser tremendamente caros de despedir y, de propina, tener algo más con lo que adornar el currículo e intentar, de nuevo, parecer mucho mejor de lo que somos solo sobre el papel.... En eso se ha quedado la existencia del ser humano... en parecer...

Que conste que no estoy en contra de los triunfadores... ¡Nada más lejos de mi intención que dejar de reconocer el justo mérito! Pero convivo mejor con la idea de triunfo que pervivía en el mundo clásico, por más que estuviera casi ligado en exclusiva a los acontecimientos militares. En la antigua Roma, la selecta élite gobernante mantenía – o al menos lo intentaba – una serie de costumbres y exigencias sobre su misma pervivencia. Una de ella era el cultivo de la virtus, curioso e inclasificable termino latino que, salvando las distancias y nada menos que veinte siglos, vendría a ser algo así como los méritos logrados por el individuo en una cierta trayectoria, civil o militar. Cuando era de este segundo tipo, se entendía como la demostración de valor conseguida durante una guerra. En una sociedad acostumbrada a liarse a palos a las primeras de cambio, la valentía militar era especialmente reconocida por el estado y, a tal efecto, existían diversos tipos de condecoraciones y saraos para premiar a todos aquellos que se habían distinguido en el arte de zurrar la badana a la multitud de pueblos con los que los romanos tuvieron… ciertas discrepancias. Así, se otorgaban coronas al valor por haber sido el primero en subir a una muralla, haber salvado al compañero, a todo un ejército, conseguir pasar de cuartos en la Eurocopa y todo tipo de hazañas patrias.

Naturalmente, para el mando supremo del ejército semejantes historias se quedaba pequeñas; para él, había reservado un ceremonial mucho más complicado – y caro – que permitía exhibirse con la familia y mostrarse ante todo el mundo como poseedor de la anhelada virtus: era el Triunfo. Según cuenta la leyenda, los primeros hombres que fundaron Roma, principalmente soldados y agricultores, llegaron a las siete colinas sin la compañía de ninguna mujer. Acto seguido procedieron al rapto de sus esposas entre las aldeas circundantes - ¿os acordais de las sabinas? - y todo ello desencadeno en un gran conflicto armado en el que Rómulo, muy molón él, se impuso en combate singular contra el caudillo enemigo. Una vez finiquitado el problema, Rómulo se acercó al muerto y procedió a quitarle la armadura y sus armas, y las colgó en una rama de roble como trofeo. Acto seguido lideró a sus hombres en procesión, cantando viejas canciones militares y rancheras varias... Este es el verdadero origen del triunfo romano.

Con el tiempo, el desfile triunfal casi adquirió el rango de manifestación y tuvieron que establecerse muchos y variados protocolos. En la cabeza del desfile se situaban magistrados y senadores. A continuación iba el botín conseguido por el enemigo acompañado de maquetas que pretendían simular las ciudades conquistadas. Seguidamente desfilaban unos bueyes blancos, de gran porte, que estaban destinados a ser sacrificados, acompañados por los prisoneros capturados, con el objeto de ser exhibidos antes todos antes de que se les separara la cabeza del tronco… Por fín , aparecía el general en su carro dorado, tirado de cuatro caballos a ser posible blancos. El triunfador era el verdadero protagonista de toda la ceremonia, llevaba el rostro pintando de rojo – parece que por cuestiones religiosas - y se le trataba como a un rey mientras que un esclavo se situaba a su lado y continuamente le susurraba… “recuerda que solo eres un hombre” con el objeto de recordarle a cada poco su condición de mortal. Detrás de él, tenía derecho a desfilar la totalidad del ejército vencedor pero, con el tiempo, solo se permitiría que lo hiciera un grupo más o menos simbólico con el objeto de no congestionar la ciudad ni tampoco descuidar las obligaciones militares de las legiones. Los soldados iban vestidos únicamente con túnicas blancas y desfilaban desarmados – seguramente por la imposibilidad religiosa de portar armas en el pomerium, o límite más o menos místico de la ciudad tan solo “armados” con sus condecoraciones, celebrando con sus cánticos las glorias del general, o ridiculizando satíricamente sus defectos. En un triunfo de César que nos recuerda Suetonio sus soldados no hacían más que difamar a su general por sus malas costumbres, Estas canciones y los insultos que le dirigían no llevaban la intención de deshonrarlo sino de evitar las malas envidias, reafirmar de nuevo su condición de mortal ¡e impedir el enojo de algunos dioses que pudieran vengarse de él como consecuencia de sus celos!

En ocasiones, semejante espectáculo quedaba un poco deslucido por el lamentable estado en que se encontraban los prisioneros que resultaban “elegidos” para participar en el sarao. En el Triunfo de Titoel hijo de Vespasiano – que conmemoraba la caída de Jerusalén, a los cautivos judíos se les alimentó a base de bien varios días antes de la celebración con el fín de que presentaran el mejor aspecto posible y algo parecido ocurrió en la celebración de la caída de Numancia cuando a Escipión le fue virtualmente imposible reunir más que un pequeño grupo de mujeres y niños. ¡Esta claro que la intención del enemigo – es lógico – era deslucir en lo posible el acto!

Saludos

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Bienvenido General Negro.

Turulato dijo...

Bueno..; gracias por tu trabajo. Y muchas más por hacer pensar.

Anónimo dijo...

Una entrata maravillosa, el valor del hombre por sus obras y no por sus posesiones...¡creia que nunca volveria a leer algo asi! Muchas gracias, es reconfortante leerte.

HPR dijo...

Lo de "trabajador en lo que mejor se le da... que no es ni mucho menos lo que más le gusta" de tu perfil, me ha llegado al alma ¡por que yo estoy en lo mismo!. Un saludo y triunfar con lo que gusta, aunque no quede ni tiempo.

Leodegundia dijo...

Normalmente a esa desilusión sobre lo que es triunfar en la vida, se llega cuando uno tiene bastantes años y se da cuenta de lo falsa que es la sociedad.
Quizás las condiciones de trabajo y la falta de valores de hoy en día hace que los jóvenes lo aprendáis mucho antes.
Me gustó mucho como enfocaste el tema.
Un abrazo

Unknown dijo...

Es reconfortante leer opiniones que se salen del “pensamiento único”.

Me gusta tu ironía y tu mirada hacia aquellos valores antiguos. ¿Quién se mueve hoy por aquél sentido de la “fama”? La fama ésta de ahora poco tiene que ver con aquella que guiaba las acciones de los hombres de valía (no sé si entonces pensaban en las mujeres, ciertamente), como si se tratara de una necesidad de supervivencia o de eternidad, pues el triunfo era perpetuarse en la memoria de las generaciones venideras. Y no sólo el triunfo era por el valor en el combate, que la sabiduría, o mejor, la prudencia eran las virtudes de más alto rango.

Saludos