Uno de los obstáculos principales que tuvo que sortear el desarrollo comercial de la antigua Roma fue, en los primeros tiempos, la absoluta falta de un sistema monetario. En el primer siglo de la República (VI – V a.C.) el único medio de cambio fue el ganado. Se comerciaba en términos de ovejas, vacas, cabras, asnos y ocas. Las primeras monedas, ostentan, en efecto, las imágenes de estos animales y se llamaron pecunia, de pecus, que significa precisamente ganado. La primera unidad acuñada fue el As que era un trozo de cobre de una libra más o menos (272 gr.). Apenas acabó de nacer, el Estado lo devaluó en sus cinco sextas partes para hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica. Por lo que se ve, el engaño de la inflación ha existido siempre y, con sistemas idénticos y excusas parecidas, se repite desde que el mundo es mundo. También entonces el Estado lanzó un empréstito entre los ciudadanos que, para ayudarle a armar el ejército, le entregaron todos sus ases de cobre, ya devaluados. El Estado los ingresó, volvió a dividir cada uno de ellos otra vez por seis y, por cada As recibido, restituyó una sexta parte a su antiguo poseedor; ¿Qué fue lo que ganó cada ciudadano con su “inversión”? no me preguntéis; la Universidad no me dio para tanto.
Este As infravalorado siguió siendo durante mucho tiempo la única moneda romana, quizás porque para lo que acabó valiendo cada pieza, mejor no molestarse en inventar una nueva. Su poder adquisitivo era, según parece, prácticamente nulo. Luego se desenvolvió un sistema más completo. Llegó el sestercio, moneda de plata que equivalía a dos ases y medio; luego, el denario, también de plata, y correspondiente a cuatro sestercios y, por fin, el talento de oro. Este último debía de ser un “peaso” lingote de verdad, ya que valía más o menos 10 millones de pesetas de las de antes. Naturalmente, 99 de cada 100 romanos jamás lo vio en directo. Su única utilidad era como referencia para el pago de indemnizaciones de guerra.
Como veis, apenas había numerario de oro. Y esto era así porque en la península italiana, el rey de los metales era, prácticamente, inexistente. Fue a partir de la conquista de Hispania por Roma y, sobre todo, a raiz de las campañas de Julio César en Galia, cuando una enorme cantidad de oro inundó las arcas romanas. Julio aprovechó la coyuntura y creó el Áureo, una moneda de oro puro, sin aleación, y que valía la respetable suma de 25 denarios. A partir de aquí, el sistema monetario romano permaneció, en la práctica, inamovible, con las únicas aportaciones personales de algunos Emperadores en forma de pequeñas variaciones sobre monedas ya existentes, generalmente para conmemorar batallas y otros eventos.
Pero, como en tantas otras cosas, en el pecado se lleva la penitencia. Las enormes cantidades de metales preciosos que las conquistas del Imperio hacían arribar a Roma, portaban con ellas una pasajera no deseada: la inflación. Según Suetonio, esta alcanzaba tales proporciones que, si tomamos como referencia las tablas de precios que este hombre nos ha hecho llegar, el poder adquisitivo del romanito de a pie, era más reducido que la de un obrero argentino en la época de Alfonsín. Además, en un determinado momento (la pérdida de las minas de Dacia, actual Rumania), los metales nobles empezaron a escasear, con lo que las monedas, de "oro" o "plata", solo tenían el nombre. Esto, unido a los enormes gastos militares del Imperio, hizo que, para comprar el pan, más que con monedero hubiera que ir con mochila...
Curiosidad: aunque la potestad de emitir moneda estaba en manos unicamente del estado, en la práctica, los gobernadores y procuradores de las provincias solían emitir unas reducidas emisiones autóctonas, cuya validez quedaba restringida a la zona de la emisión. Una de ellas era el Lepton, una moneda minúscula emitida por Poncio Pilatos entre el 29 y el 32 d.C, que se ha hecho famosa porque esta relacionada con la Sábana Santa. Los defensores de la autenticidad de la tela, aseguran que dos de estas monedas se pueden ver al microscopio, en la zona de los párpados del amortajado. Sus detractores sin embargo, se mofan de que, en esas imagenes, se aprecia que la leyenda de las monedas tiene faltas de ortografía.
Quaerite et invenietis
(Lucas 11, 5 - 13)
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