miércoles, 14 de enero de 2009

El tamaño importa... El panzer Elefant

Panzer Elefant en el Museo de Carros de Kubinka, a las afueras de Moscú

Burro grande... ande o no ande; máxima básica aún para miles y miles de nosotros y, especialmente, para el par de generaciones que inmediatamente nos precedieron y que no tuvieron apenas de nada. Mi padre, el hombre, suscribiría lo dicho letra por letra, hasta el punto de que en el momento que le entrego alguno de mis gadgets para que me lo intente arreglar – los suelo estropear a base de bien... – no hay vez que no me mire, perdonándome la vida, y soltando la coletilla conocida de... “si no es normal... ¡Si esto no pesa! ¡No puede ser bueno!” Yo, cansado como estoy, ni siquiera intento explicarle que el tamaño ya no importa como antaño, que donde antes cabían diez megas ahora entran cien gigas y que actualmente se diseña para que quepa en el bolsillo y no atendiendo a lo que daría en una romana... y me limito a asentir de la forma más convincente – y falsa... – posible, rezando para que mi propiedad retorne cuanto antes, si es posible, funcionando.

Algo parecido les pasó a los alemanes cuando, en 1941, se encontraron frente a frente con el Ejército Rojo; me explico: los diseñadores germanos “parieron” años antes una suerte de vehículos acorazados de variado porte, el mayor de los cuales, se pensaba, era más que suficiente para cumplir su misión... matar rusos, mayormente; sin embargo, cuando las divisiones panzer atravesaron las estepas y pantanos que definen la Rusia continental y se acercaron a Leningrado, los soviéticos les arrojaron un nuevo y potente modelo de tanque, bastante feo, - como si un carro de combate pudiese ser bonito... – que reunía variadas virtudes, principalmente, que el magnífico diseño usado en el frontal de su glacis hacía que la mayoría de sus proyectiles tendiesen a rebotar o a resbalar a la hora del impacto. Los alemanes se sintieron, de pronto, como el abusón del colegio cuando ve, de súbito, que en el recreo hay un niño más grande y más malo que él e, inmediatamente, se pusieron a cavilar...

Y como cuando lo que se quiere es cargarse a un semejante, la mente humana cavila de miedo, el Doctor Ferdinand Porschesí, el de los deportivos... – dio a luz un enooooooorme monstruo de acero que debía de infundir un pavor sobrehumano solo de verlo y que claro, no se podía llamar de otra manera que Panzerjäger Elefant. El ingenio era apabullante: 68 toneladas de peso nada menos, unas placas de blindaje que, en algunas de sus zonas, alcanzaban los 20 cm de grosor – casi la anchura de la palma de una mano – y un enorme cañón con el que, en principio, se podían batir todo tipo de objetivos prácticamente sin salir de casa. Por desgracia para naziland, el proyecto tenía graves fallos estructurales y de diseño que se hicieron presentes según se acercaba la hora de entrar en acción; Su peso, demencial, restringía su velocidad máxima a diez kilómetros por hora – con lo que le acababan pasando hasta las parejas de novios – y había que acercarlo hasta la misma línea de frente en tren; su enorme motor estaba incrustado en el mismo medio del vehículo con lo que los tripulantes, literalmente, ni se veían y su chasis, sobrecargadísimo, se rompía a la menor oportunidad...

En cualquier caso, cuando los rusos vieron aparecer a 76 de ellos durante la mayor batalla de carros que en mundo ha sido, la de Prokorovkadentro de la mucho más enorme ofensiva de Kursk – se vinieron literalmente abajo; su pegada, desde distancias de hasta tres kilómetros, hacia añicos a los carros del ejército rojo que se intentaban acercar con lo que no había manera de meterle mano. Entonces, quizá recordando el viejo axioma de Napoleón, aquello de que “en el amor y en la guerra, para terminar hay que verse de cerca...”, algunos valientes – o locos... – soldados de infantería especialmente entrenada se acercaba sigilosamente al carro y, ante la falta de defensa de éste contra ese imponderable, intentaban su voladura con minas o explosivos o, simplemente, forzando a que a uno de los tripulantes le entrara el pánico y abriera la trampilla, permitiendo así introducir una granada... con las consecuencias imaginables.

Hitler, al enterarse, echó bilis hasta decir basta y buscó compulsivamente culpables a los que, lógicamente, encontró, como siempre. Y cuando le dijeron que apenas quedaban docena y media de ellos en un estado medianamente operativo, casi le da un ictus... La logística alemana les remolcó hasta Alemania y allí, se les instalaron ciertas mejoras que hicieron que pudiera prestar servicio, de forma más o menos razonable, contra los carros aliados que intentaban ascender por la Italia ocupada... En ese escenario, está máquina de mandar gente al cielo entonó su particular canto del cisne hasta mediados de 1944, momento en el que los tres últimos, regresaron a sus cubiles...

Una curiosidad... Eisenhower, durante una visita a una unidad acorazada a la que se le habían sustituido los carros por otros más potentes, se interesó por el “feelling” de aquellos que realmente se comían el marrón... los carristas; formaron a decenas de ellos y el General en jefe de las Fuerzas Aliadas preguntó si había entre ellos alguien que se hubiera enfrentado al Elefant. Un muchacho de unos veinte años dio un paso al frente; Eisenhower le preguntó si era verdad que los carros ya no explotaban al impacto de un proyectil de la mole alemana... El chaval se quedó pensando y exclamó, muy ufano... “Ah! Ya no Señor... Simplemente el disparo destroza nuestro blindaje, rebota veinte o treinta veces por dentro y vuelve a salir... Suele incendiar al carro siguiente...”


¡Que salao!

2 comentarios:

Agustina de Aragón dijo...

Me ha encantado el blog Y lo que escribes. Como apasionado de la historia me ha gustado bastante. Si quieres podríamos intercambiar enlaces, yo ya te tengo en mi blog.

Edem dijo...

Curioso... lo del comentario del Soldado, yo lo habia oido de Patton. Y el lo preguntó por los Sherman, la lata con orugas que utilizaban los americanos. Mas o menos... seria el 42.

Un saludo de Edem