viernes, 9 de enero de 2009

Leer

En una época como la Edad Media en la que no había televisión - ¿hemos ido hacia atrás, quizá...? – ni se había inventado el fútbol, ni el corazoneo, el deporte principal y casi obligatorio era calentar al semejante por todos los medios posibles... entendiendo por calentar la clara intención de separarle la cabeza de los hombros, que para eso era enemigo y malo malísimo; pero... ¡claro!... resultaba que el enemigo solía vivir en países lejanos a los que había que llegar a patita y cargado con equipajes varios, y eso, la verdad, daba bastante pereza. Así que, para días como los de hoy en los que un manto blanco cubre todo lo que son capaces de atisbar nuestros ojos, se creó una variante del mencionado entretenimiento que podíamos llamar “caliente al enemigo, sí... ¡pero al que vive entre nosotros!”. Ni que decir tiene que se ha practicado con asiduidad hasta nuestros días y que incluso hemos ido perfeccionandola con el paso de las generaciones.

Bien... Ese enemigo se comportaba de manera diferente a aquellos a los que se podía encontrar el campo de batalla; no actuaba llevado por actitudes violentas ni buscaba abiertamente el enfrentamiento, no... pero sin embargo era muy fácilmente reconocible porque aunaba dos comportamientos que en la Edad Media eran, como mínimo, sospechosos: Solía leer... y solía dudar.

Naturalmente, en una sociedad en la que todo estaba férreamente preestablecido, reglado y compartimentado, clases sociales incluidas, semejante forma de actuar primero sorprendía y luego, molestaba. Y a unos de los que más enervaban eran, en buena lógica, a aquellos que tenían más privilegios a costa de otros, y entre éstos, a los que regían los destinos de la Iglesia cristiana – no a los que la formaban que, como Hacienda, eran o hemos sido todos. Esos mandamases, que traicionaban diariamente los mismos mandamientos que habían prometido honrar y que eran consumados especialistas en encontrar la paja en el ojo ajeno subidos a la viga del propio, temían que un vulgo bien informado o, simplemente, con cierta capacidad de decisión, se plantearan un día la pregunta de... “Y a éstos, ¿pa qué los queremos?” y se cuidaban muy mucho de compartir conocimientos... conocimientos que solían estar en los libros...

Por eso, y por alguna otra cosa, en una sociedad en la que leer y escribir eran un factor diferencial para cualquier currículo, el que controlaba el papel lo controlaba todo; y nada mejor que el latín para asegurarse de que a nadie le daba por jugar a ”interpretador de textos”. El resultado es que los pobres paisanos iban a escuchar la palabra pero no la entendían lo que colocaba sus meninges – y con demasiada frecuencia, sus magras carteras – a disposición del frailecillo de turno, que podía así malmeter a su antojo.

Contra ello, algunas mentes preclaras y almas aguerridas intentaron luchar a base de copiar y traducir textos religiosos, fundamentalmente La Biblia, a las lenguas romances. Ya sea porque las traducciones incluían algunas “revisiones” producto de su propia cosecha o bien porque, aunque bien traducidas, representaban una posibilidad de libertad para el pueblo llano, muy pronto los libros fueron presa de las llamas, siempre purificadoras, y sus autores, primero amonestados, luego severamente castigados y en los casos más extremos achicharrados de la peor manera.

La Corona, el poder civil vamos... lo permitió; también era lógico... Le interesaba tener a la gente ocupada y poco propensa a cualquier tendencia revolucionaría y además estaba la cuestión de las Indulgencias... Lo intentaré explicar: ciertas consecuencias del pecado, generalmente la pena temporal que se le asocia, puede ser objeto de remisión o indulgencia – de ahí su nombre – concedida por representantes de la iglesia. Esto, que como idea no está ni mal ni bien, fue pervertida por la jerarquía eclesiástica en el momento en que decidieron cobrar por extender estos curiosos “certificados”. La cosa llegó a tal extremo que se vendían por personajes especialmente autorizados por la Iglesia, los buleros, que generalmente eran Dominicos, y una parte del precio cobrado al pobre pecador era entregado al monarca de turno que, así, con el riñón bien almidonado, ni se planteaba la posibilidad de desautorizar semejante conducta.

Una de las personas más beligerantes con esta práctica fue Jhon Wickliff; Jhon, Catedrático de teología de la Universidad de Oxford, persona buena e inteligente, accedió a la Corte inglesa por méritos propios donde inmediatamente se reconocieron sus aptitudes intelectuales... hasta que se hizo acreedor de la inquina del Arzobispo de Canterbury que, apoyándose en las críticas de Jhon hacia la venta de indulgencias y a su defensa de la teoría de la consubstantación de la eucaristía, se las arregló para que le desposeyeran de la cátedra. Wickliff abandonó la Universidad dignamente pero de inmediato inició proyectos aún más comprometedores, como la traducción al inglés de la Vulgata o la creación de un auténtico grupo de predicadores que llevaron sus ideas a media Inglaterra. El trabajo de aquellos hombres prendió en algunas capas de la sociedad de la isla y, en poco tiempo, tenían un gran número de seguidores que se conocerían años más tarde por los Lolardos... y que no eran seguidores de Lola Flores sino defensores de la pureza de la Iglesia y de la separación entre su cuerpo y su jerarquía, convirtiéndose así en precursores, nada menos, que de la Reforma Protestante.

Jhon Wickliff fue declarado hereje pero consiguió mantener la cabeza en su sitio gracias a su propia astucia pero, sobre todo, a sus poderosos contactos en la nobleza, que le sacaron de más de un apuro grave. El arzobispo de Canterbury lo siguió intentando y le persiguió incluso en sus peores momentos, cuando ya mudo y medio sordo a causa de una apoplejía, ni siquiera podía escribir ni enseñar sus teorías. Jhon murió el último día de 1382 pero, curiosamente, el Concilio de Constanza reafirmó su condición de hereje más de veinte años más tarde y ordenó la quema de todos sus libros que, como indica la ley económica de la oferta y la demanda, pasaron a ser casi objeto de coleccionista... y la exhumación de sus restos, que fueron quemados y arrojados a un río.

Sin entrar en la conveniencia o no de sus ideas, tan cercanas a la fe que corresponden solo al ámbito de decisión del individuo, Jhon me es simpático. Me es indiferente en qué momento dejan el pan y el vino de serlo e incluso si un pecado lo es de primera, segunda o quinta categoría y me es igualmente indiferente el que le preocupe a alguien o no, pero al menos Jhon buscaba que la gente leyera y entendiera y eso, para mí, tiene valor... porque aquel que se ve imposibilitado para entender estará, seguro, imposibilitado para decidir.

6 comentarios:

Fran dijo...

Muy bien, es verdad, la información es poder.
Lo peor es que nos toreen. Por desgracia hoy en día ocurre mucho aunque sabemos leer y escribir. se ve que la humanidad tendrá siempre las mismas tendencias. Y el poder muchas veces nos prefiere tontos.

Leodegundia dijo...

Esa lucha para que la gente no fomentara la lectura y por lo tanto fuera manejable duró muchos años y yo diría que todavía existe, cosa muy triste, pero yo diría también que triste es que hoy, con la facilidad que existe de poder adquirir conocimientos a través de los libros, mucha gente no sepa o no ponga interés en comprender lo que lee y por lo tanto, cuando opina sobre temas de más o menos actualidad, dice lo que "dicen" los demás sin molestarse en indagar si eso es cierto o no.

Turulato dijo...

Hoy en día, y puede que siempre, la cuestión no reside tanto en leer como en la calidad cierta de lo escrito y en la capacidad de crítica del lector.

En estos días basta repasar la información disponible sobre la Guerra de Gaza en las agencias occidentales y en las escasas del mundo árabe, para constatar su disparidad, no ya en cuanto a juicios y opiniones sino en cuanto a hechos concretos. Planetas distintos.

Abruma la cantidad de lectura disponible, cuya consecuencia es que es muy fácil lograr desinformar a la gente.

Es imprescindible leer, si; e inmediatamente contrastar lo leído y luego someterlo a crítica, de modo que podamos concluir algo medianamente sensato.
Este proceso no es tan arduo. Requiere cierto entrenamiento al principio, pero deviene en actividad placentera. Y tranquiliza.

Anónimo dijo...

Leer, eso hago yo, aunque en muchas ocasiones lo hago a través de internet.
No soy futbolero, no veo ningún partido, pero había leído que aunque los inicios del fútbol tal y como los conocemos hoy en día fueron en creados en 1863 en Londres, en realidad datan de los siglos II y III a. C. y precisamente por militares correspondientes a la dinastía Han de la antigua China.
En 1440, otra interdicción hecha por el obispo de Tréguier precisa que este juego ya se practica desde hace muchísimo tiempo y amenaza a los jugadores con la excomunión y 100 sueldos de multa. (La tarjeta roja no la habían inventado)
Mejor te dejo el enlace y lo lees detenidamente.
Claro que entonces el Getafe no jugaba.
Historia del fútbol.
Saludos

Lalo dijo...

"No se puede controlar, aquello que no se puede medir", dice mi profesor de Electrónica.

Creo que lo mismo aplica para leer y decidir. No podemos tomar decisión alguna, o mejor dicho no tomamos decisión entre hacer una cosa u otra sino simplemente delegar la decisión a alguien más. Y eso nos convierte en una especie de 'esclavos' (si es que cabe la palabra) de las ideas de otros.

Lovecraft dijo...

Hola. Felicidades por tu blog, la información es muy buena. Te invito a visitar mi blog, apenas estoy comenzando a ponerle atención y no se me da mucho el hacerlo llamativo, pero a ver que opinas. Saludos.

http://disidenciahostil.blogspot.com/