miércoles, 7 de enero de 2009

La odisea de los diez mil


El devenir crea, a veces, un tipo de personas que acaban siendo esclavos de su propia condición. Y ésta, a su vez, es producto de tres cosas: de sus propias aptitudes personales, de la educación recibida – o de la falta de ella... – y del momento particular e histórico que les ha tocado vivir. Por eso mismo, yo tiendo a acercarme a estas personas con curiosidad, con una cierta empatía sobre sus experiencias y circunstancias y, sobre todo, con cuidado y respeto por lo que fueron y por lo que representan...

En la Grecia continental, sobre el 400 a.C., acababa de finalizar una guerra civil entre los propios griegos. Antes que nada, los griegos, al menos los antiguos, que ni siquiera se llamaban así a sí mismos, eran un pueblo curioso... Capaces de pelearse entre ellos de la manera más cruenta posible en medio de ese mar de entidades políticas no más grandes que alguno de nuestros términos municipales llamadas polis, eran, no obstante, respetuosos con sus dos costumbres más arraigadas; primero, unirse rápidamente ante el enemigo común – generalmente, los persas... – olvidando afrentas anteriores y entonando aquellos de “lo pasado... pasado está” y, segundo, hacer honor a la formación recibida desde niños alquilando sus servicios al mejor postor, entendidos sus servicios como su innata capacidad para atravesar al enemigo con su enorme lanza y entendido el enemigo como, curiosamente, también el pueblo persa.

En aquellos días, decía, la confrontación entre griegos había dejado la Hélade en un estado lamentable. Con la mayoría de las polis en un estado de catarsis económica, con varias generaciones destrozadas y casi desaparecidas del mapa a causa de una sucesión de interminables batallas, no obstante, pasó lo mejor que podía pasar en circunstancias de este porte... Al menos, hubo un vencedor claro. Esparta, la madre de aquellos guerreros valerosos entre los valerosos, en ocasiones hasta un extremo inimaginable, prevaleció y el resto, Atenas incluida, entendió que era imposible hacer otra cosa que plegarse a los deseos del vencedor. Lógicamente, en el mismo momento que acabaron las hostilidades un enorme número de soldados pasaron a engrosar las listas del paro pero, afortunadamente, un nuevo emprendedor estaba a punto de llegar, ofreciendo a aquellos que quisieran, contrato indefinido, buena paga y serias posibilidades de promoción... Era Ciro, príncipe de Persia.

Ciro era segundón, aunque solo en lo que a su linaje se refiere; hijo de Darío II y hermano menor de Artajerjes, tuvo que ver con cierta insidia como su pariente accedía al trono del imperio persa en razón de su primogenitura. Ciro, atlético, inteligente e ingenioso, dicen que encantador en sus modales y en su trato, se vió adelantado por una especie de reverso tenebroso que en nada se le parecía salvo en la inteligencia, pero que podría pasar por una versión revisada y mejorada de su padre. Al pobre hermano menor no le quedó otra que aceptar una satrapía de poca monta pero cualquiera que midiera unos momentos el exceso de personalidad de los dos hermanos, sabía que la situación no podía perdurar en el tiempo.

Ciro decidió adelantarse y golpear primero; iba a presentar batalla a su hermano y a reivindicar lo que por nacimiento se le había negado pero el problema es que disponía de medios militares parecidos a su Artajerjes. ¿La solución? ... pescar en el río revuelto que en aquellos momentos era el mundo griego y reclutar, a un precio abusivo por cierto, a los mejores guerreros que el mundo antiguo podía ofrecer... los hoplitas griegos.

A la oferta de trabajo respondieron unos trece mil, pero por razones históricas e incluso marketinianas, entre todos los que pudieron presenciar la empresa se les conoció siempre por el nombre de "Los Diez Mil". Todos veteranos, todos disciplinados y todos dispuestos a ganarse la vida de la única manera que sabían hacerlo... aunque el cheque viniera librado por un banco persa y no griego. Al principio, todo fue más o menos un paseo; Impresionantes, portando ese gigantesco escudo que les otorgaba su nombre, empuñando pesadas lanzas de más de cinco metros con las que formaban sus inaccesibles falanges, los hoplitas no tuvieron casi, ni que luchar, y avanzaban en un estado de absurdo optimismo y felicidad del que, lógico, no tardó en embriagarse el mismo Ciro. Todo cambió, subitamente, cuando una partida de sus exploradores fue atacada en un paso montañoso que habían ido a reconocer y, después, cuando se encontraron con un enorme ejército persa que, bajo el mando de Artajerjes, agrupaba más de cincuenta mil hombres de unas treinta nacionalidades.

Aquel día, en Cunaxa, se encontraron ambos ejércitos; aquel día, los falangistas aguantaron lo más violento de la carga persa, decenas de nubes de proyectiles oscureciendo el cielo y a hordas de carros falcados buscando destrozar sus cuerpos a la altura de las rodillas... Y aquel día se negaron a cumplir la orden de aquel que les pagaba porque hacerlo, hubiera sido descuidar su flanco y verse rodeados. Los hoplitas ganaron su batalla pero su bando, perdió la suya.

Nada más acabado el enfrentamiento, vendados los heridos y recuperados los muertos, Artajerjes les explicó la nueva situación: Ciro estaba empalado en medio del campo de batalla y en un par de días los buitres sacarían brillo a sus huesos. Para ellos, como para cualquier perdedor, solo existían las opciones de la sumisión o de la huída, pero Artajerjes era listo y no quería mercenarios sin hacer nada en su territorio con lo que, acompañados de uno de sus sátrapas fieles, fueron "invitados" a regresar a casa cuando, a la altura del río Tigris, con la excusa de renegociar los términos de la rendición, fueron masacrados todos sus líderes. Entonces, los soldados, viendo peligrar su futuro más inmediato, presionaron hasta el límite a un joven sin demasiada experiencia como soldado pero que se había conducido con valor y al que se le daban maravillosamente la escritura y los caballos... un tal Jenofonte.

Y “Jeno” aceptó, posiblemente inducido por una de las formas más maravillosas de lealtad, la de aquel hombre que se las ha visto crudas en una trinchera, hombro con hombro con su compañero, y lo hizo estupendamente. Bajo su mando atravesaron los desiertos sirios y jordanos, los pantanos de Babilonia y las cumbres nevadas que delimitan Armenia, en medio de terribles condiciones, bajo los ataques de todas las tribus de los territorios por los que pasaban, hostigados de día, amenzados por la noche... hasta que, muchos tiempo más tarde, uno de ellos pudo gritar a sus compañeros la mítica frase que muestra la alegria tradicional de los griegos cuando vuelven a ver el mar después de muchos días sin hacerlo... “¡Thalassa, thalassa!"

Su peripecia no acabó ahí; sin barcos, observados con suspicacia por sus propios hermanos de las colonias griegas del litoral asiático, sin botín que llevar a sus hogares, algunas facciones como la de los aqueos se amotinaron, e incluso Jenofonte, que ya había tenido que hacer malabarismos para mantener al grupo cohesionado, tuvo que convocar una asamblea para contener a los suyos una vez más. Pero llegó un momento en que la paciencia de los que quedaban, estalló; los espartanos se vendieron de nuevo, al mejor postor... de nuevo, los persas. Otro grupo fue contratado por un soberano, también espartano, que no tenía hombres suficientes en sus filas y el resto simplemente se deshizo harto de tanta guerra... lo que para un griego de entonces ya es mucho decir.

Jenofonte, escritor antes que soldado, inmortalizó en viaje en la “Anábasis”, un fascinante relato el que opinión y rigor histórico se mezclan para proporcionar al lector una perspectiva emocionantísima de lo que ocurrió en aquellos días y, sobre todo, lo que pasó por las mentes de esos hombres que demostraron, antes que nadie, que el Imperio persa no era, ni mucho menos, invencible.... y que nunca es demasiado tarde para volver a casa.

Alejandro Magno, que duda cabe, debió de leer con atención el libro... aunque sólo entendió lo primero.
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Saludos

5 comentarios:

Turulato dijo...

Muy, muy bien contado.

Ramiro dijo...

vaya, a otro que le han regalado "El ejército perdido" del ínclito Valerio M. Manfredi...

Anónimo dijo...

θάλασσα, θάλασσα ("Thalassa, Thalassa" - "El mar, el mar")
Menudas carreras darían los demás para ver el mar.
Saludos

Edem dijo...

Y eso que Jenofonte tenia "mala fama" en su epoca. Era un Ateniense amante de los Espartanos. Pero los Espartanos, que no entendian como un griego podria ir en contra de su Polis, tampoco lo querian del todo. De echo,si se encontraba en la expedicion, es porque el gobierno de Atenas le buscaba en ese momento. Y cuando mataron a todos sus jefes, los griegos buscaron rapidamente a "ese ateniense que vive en el barro con los espartanos".

La diferencia de Jenofonte y otras marchas, como la de los 10000 de Catón, es que Jenofonte tenia "ganas de escritor", y lo dejó por escritor.

Buen articulo...

Anónimo dijo...

Hace poco me leí la Anábasis, y la verdad es que me pareció, dentro de lo árida que puede ser una fuente así, entretenida y bien contada. Me parece una de las grandes historias que ha habido, una de esas anécdotas que se pueden contar como curiosidad en cualquier momento.

Muy buen artículo.